El pozo de los deseos
Los jardines del Hotel Nacional de Cuba están vívidos en mi mente. Si cierro los ojos puedo recorrerlos, igual el Salón de la fama, donde mi padre me enseñó las fotografías de los artistas de su época que visitaron el hotel.
Los jardines del Hotel Nacional de Cuba están vívidos en mi mente. Si cierro los ojos puedo recorrerlos, igual el Salón de la fama, donde mi padre me enseñó las fotografías de los artistas de su época que visitaron el hotel.
Tadeo tiene seis años y ya dice que quiere ser maestro. Quisiera ser como su mamá, sus seños del círculo y Alicia, su maestra de primer grado, porque cree que muchas cosas le hemos enseñado.
Cuando leemos o escuchamos las palabras que dan título a esta crónica, donde quiera que estemos, y a cualquier edad, siempre nos quedamos esperando que detrás aparezca un cuento.
“Que otros canten mis temas lo tomo como una caricia.”
Joan Manuel Serrat
Me gusta la gente que canta. Y no hablo de los artistas; de esos, claro que me gustan muchos; hablo de los que, sin saber, también lo hacen, de los que se desgalillan en la ducha, la calle y hasta en una oficina.
Esos que no se avergüenzan y van regalando sus estrofas; a los que siempre alguien les dice que si el autor de la canción lo agarra desprestigiándola lo mata, pero no hacen caso y siguen cantando, o bueno, creyendo que cantan.
Me gustan mucho porque aparecen con una canción en el corazón y la boca, y por eso no se quejan de lo malo del transporte, el inmenso calor, de las flaquezas del bolsillo ni de la despensa vacía; y pueden llegar a ser tan convincentes que te dejan tarareando una canción que quizás ni te gusta.
Ellos pueden ser buenos improvisando, también cambiándoles la letra o el ritmo al más hermoso de los temas musicales, pero suelen hacerlo con tanta gracia, con tantas ganas de encender el día, que terminas, por lo menos, riendo.
Por fortuna, tuve cerca a uno de esos seres; se llama Mario Martín Martín, o simplemente Mayito, de quien ustedes leen mucho en estas páginas, pero no saben que canta.
No podía ocultar su predilección por Serrat y Silvio, y sus canciones, en su boca, anunciaban su llegada a la redacción. Subía la escalera tarareando y saludaba a todos sin dejar de hacerlo.
Muchas veces nos mandaba a hacer algo cantando; y, más de una respuesta de las que daba, lo hacía con unos versos o un estribillo.
Nunca me percaté si lo hacía mal, si “mataba” una canción, porque cuando entonaba aquel: "vuela, que los cisnes están vivos, mi canto va contigo, no tengo soledad", se embellecía todo, se olvidaban los problemas, podíamos tener un mejor día.
Por eso, nunca extrañé que escribiera bellas y sentidas crónicas, que en sus entrevistas dejara al descubierto el alma del entrevistado; que, de solo leer alguno de nuestros trabajos, pudiera ponerle el mejor de los títulos.
Tampoco me extrañaba que nos exigiera belleza a la hora de escribir, que nos devolviera los trabajos una y otra vez, que nos pidiera que fuéramos meticulosos, limpios, apasionados.
Me gusta la gente que canta, porque sin saberlo, ni proponérselo siquiera, pueden marcar la diferencia, mejorarnos el día, aliviar el cansancio, enseñarnos unos versos, darnos lecciones de vida; y hasta pueden dejarnos el agradable recuerdo de tener la dicha de habernos tropezado con ellos.
Aquella escena parecía muy graciosa. La niña intentaba coger el equilibrio sobre sus zapatos de tacón y su madre le indicaba que no mirara hacia abajo, mientras la salvaba de caer en cualquier tramo roto de la acera.
De niña, para llegar a la escuela, siempre pasaba frente a la casa de un anciano que desde temprano sentado en el portal decía adiós a todos, aunque alguien fuera apurado, entretenido o evadiendo una respuesta.
Yo no sabía cómo se llamaba aquel hombre. Siempre supe que era maestro, con alma de artista y promotor nato.
Adoro una palabra de esas que siento que ha padecido, de la que a los maestros no les parecía a veces demasiado importante para adjetivar. Una palabra hermosa, inmensa, con vida propia; pero muchas veces venida a menos.
No olvido el día en que mi amiga Conchita me regaló su abrecartas. Una pieza bellísima, de metal dorado, y un cabito de madera con unos arabescos de ensueño.
¿Quién sabe quién encontrará nuestra botella? ¿Y si estuviera buscando lo mismo que nosotros?