De niña, para llegar a la escuela, siempre pasaba frente a la casa de un anciano que, desde temprano, sentado en el portal, decía adiós a todos, aunque alguien fuera apurado, entretenido o evadiendo una respuesta. Así, todo el día y durante muchos años.
En aquel entonces, esa práctica terminó por parecerme obsesiva, por su insistencia en que cada aludido le devolviera el saludo. Y hasta confieso, no sin pena, que fui de los que, en más de una ocasión, se hicieron los sordos para escapar de su paranoia.
Ahora, por el contrario, siempre que me asomo a la calle observo a las personas que cerca de mí caminan, y no dejo de asombrarme al percibir la prisa que las acompaña, sus rostros casi descompuestos o sus conversaciones lacónicas.
Como en una película, desfilan ante mis ojos imágenes que van desde el chofer que amenaza con marcharse si no se organiza la cola, hasta el muchacho que grita indignado: "¡Oye, abuelo, mira palante!".
No falta el que sirve su café con cara de pocos amigos, quien patea a un perro callejero, alguien que cruza la calle sin mirar, y ni se percata de que un carro casi lo atropella, no hay tiempo para eso; o, simplemente, quien mira con desdén a aquel que osa pedirle una "botella" que lo acerque a su destino.
Interminable pudiera resultar este inventario. A esta hora, las frases "buenos días", "permiso", "discúlpeme" o "adiós", parecen haberse extinguido de nuestro vocabulario, e imperan miradas escurridizas, labios que se niegan a sonreír y frases aisladas, que casi nadie alcanza a escuchar pues son devoradas por la vorágine que nos envuelve.
Por fortuna, no todos caen en esta larga lista de tropiezos y olvidos irreparables. Eso nos salva. Muchos sí reciben el día como si fuera el mejor de toda su existencia, miran la vida con entusiasmo y ríen convencidos de que no serán tildados de locos, porque saben que una leve sonrisa viene a ser, muchas veces, la tabla salvadora en el mar violento de la contemporaneidad.
Los años han pasado, sin embargo no olvido aquella costumbre que hoy se me antoja realmente hermosa. Nunca llegué a saber si el viejo Rico solo regalaba sus saludos, o si pretendía, a la vez, obligar a los demás a que le obsequiaran un adiós y, que así, no olvidaran el uso de las buenas costumbres.
De cualquier manera, todavía me ronda la idea de que los adioses que le regateé en algún momento son los que hoy me niegan los apurados transeúntes que abundan por nuestras calles y parece que se impondrán en nuestro entorno.
Si fundiéramos la cultura de la mente con la del alma y aprendiéramos no solo a devorar grandes enciclopedias, sino también a recibir elevadas lecciones en la escuela de la vida, si probáramos a dedicar unos minutos cada día para regalárselos a los demás (y paradójicamente, a nosotros mismos) terminaríamos entendiendo que podemos crecer desde adentro por encima de premuras, desganos o insatisfacciones. Y, lo que es mejor, despertaríamos un día de nuestro letargo con la certeza de que no todo se ha perdido.
Gracias Carmen Luisa, que encanto poder leer los mensajes de tus botellas cada semana!
Nunca voy a dejar de agradecerle a la vida por haberlas conocido a ambas. Cuando personas como nosotros se unen, cosas buenas siempre salen de ese lazo que se crea.
Por eso es tan importante la amistad, defender los valores, aún a costa del rechazo o las burlas de otros que perdieron la capacidad de sentir y de pensar por sí mismos, ahogados por una sociedad cada día más estereotipada, más ajena de sí misma.
P.D: Me gustaría que ambas (Carmen y Mara) me escribieran a mi correo, que es achangh
Saludos a ambas y a todos los lectores de este blog.