Subía la escalera de su casa, ubicada en un segundo nivel, cuando una pedrada por la espalda la hizo gritar con el único gramo de aire que alcanzó a almacenar en sus pulmones; luego vino una difícil lucha para mantenerse en pie y no caer, pues sentía que las piernas no le respondían y que el dolor le carcomía la cervical. Tiene 73 años y subir aquella escalera es para sus huesos, roídos por la osteoporosis, una verdadera hazaña.
La fatídica piedra provenía de la “flecha o tirapiedras” de uno los “zánganos” del barrio, perteneciente a la lista de los muchos casos, al menos aparentemente, desvinculados del estudio y el trabajo, que no tienen más oficio que subir al techo de su casa y pasar horas dirigiendo, con chiflidos, molestos también, bandadas de palomas que sobrevuelan la ciudad, mientras otros intentan atraparlas para adueñarse de estas.
O peor aún, prueban su puntería como si las casas de la ciudad fueran árboles de la selva donde creen vivir, y las personas animales de otras especies ante las cuales solo se impone sobrevivir.
Este es solo un signo del desencuentro que se produce entre el campo y la ciudad, y en la mente de muchos que no logran ubicarse, quizás porque tampoco se les ubica como es debido. Y al hablar de desencuentro no pretendo para nada una mirada de soslayo ni culpar a quienes proceden de áreas rurales, en tanto quien conozca dónde queda la comunidad de Las Grullas (que de ahí provengo) sabrá que mis raíces son guajiras. Y a mucha honra.
Pero, lo cierto es que el fenómeno psicológico que se da es mucho mayor: existen personas que quieren traer el campo a la ciudad. Y eso es imposible (al parecer también en los mercados agropecuarios, al menos para la Empresa de Acopio).
Por ejemplo, en el reparto Ortiz vivía un señor fanático a los gallos, y tenía, aproximadamente, unos 20. Imagínense cómo serían las madrugadas y amaneceres en ese barrio, cuando todos, a la vez, (los gallos) querían anunciar la llegada del sol.
También sé de otros que crían palomas en ranchos construidos sobre los techos de las casas o de los edificios multifamiliares (téngase en cuenta el término colectivo) y nadie se atreve a decirles nada porque el muchacho, si a los 22 años se es un muchacho, se “traga” a quien le reclame con frases como: “el techo es libre” “no se meta en lo que no le importa”, o una muy común ya entre la gente (de su tipo): “váyase pa’ la…”. Mejor los puntos suspensivos. Y nadie les requiere porque, animales al fin, pueden traer enfermedades contagiosas. Y me refiero a las palomas.
No exagero. Sé de un lugar céntrico de la capital avileña donde amarran un caballo en uno de los arbustos que sirven de ¿ornamento? a la ciudad para que paste sobre la acera. Y esto tampoco parece ser advertido. También de quienes bañan sus bestias en plena vía porque, calle en fin, es de todos.
Recuerdo cuando, hace algún tiempo, se manejó la idea de una caballeriza estatal, en las afueras de la urbe, para que los propietarios de coches y carretones los tuvieran a buen recaudo, sin afectar a nadie.
Lo cierto es que en todas las sociedades existen reglas que facilitan la convivencia. De estas se derivan normas convencionales, morales y jurídicas. Las primeras establecen comportamientos en la sociedad en función de los valores de un grupo: comer educadamente en la mesa, hablarle con respeto a las personas mayores, parar frente a la luz roja del semáforo, pagar las cosas que compramos, pedir permiso para ir a un lugar; las segundas definen lo que es bueno o malo según ciertos valores y principios rectores de la conducta humana: no hacer trampa en un juego, darle lo que le corresponde a cada uno, no espiar las cosas privadas de los demás, no discriminar a las personas por…
Las jurídicas establecen deberes, así como sanciones para garantizar su cumplimiento, en tanto existen instituciones encargadas de hacerlas cumplir o de aplicar las sanciones correspondientes a quienes no las acaten.
El respeto de cada una de ellas, o de las tres, en suma, y su cumplimiento y control, haría mucho más placentero el espacio común en que habitamos (también la aplicación de las sanciones al efecto), sin temerle a una pedrada palomera; a la patada de un caballo en plena vía pública; o a las agresiones a la salud que pueden traer las heces fecales provenientes de las cochiqueras, sin requisitos, que también existen en las urbes.
las Grullas !!!.Que clase palo de agua me cayo en el montesito donde acampo Camilo,la noche fue interminable,pero te pone en el pellejo de lo que combatieron
alli mismo los guajiros dejaron el campo pues le construyeron unos edificios de esos que hay en toda la geografia de Cubita la Bella y que nada tienen que ver con el paisaje.
en ciego como en todo el mundo existen ordenanzas municipales y quienes tienen que hacerla cumplir,eso tambien es Pensar como Pais.
brmh
Toda la parrafada para concluir en tamaña afirmacion, sintomatica de que la aceptacion de la discrepancia no es lo suyo, lo vuestro, si no pasa por el absolutismo (el suyo, el vuestro)
Es que ni denunciando al infractor actúan correctamente, y esto lo digo con conocimiento de causa.
Yo le preguntara a salud pública cuántas multas ha aplicado por la cría de cerdos en perímetro urbano?; entonces, ¿por qué esas prácticas son tan comunes?, he ahí a parte de la causa.
No tengo nada en contra de la gente de campo, pero si no saben vivir fuera del campo o vienen con las costumbres de allí, quédense en el campo y punto final. Sean felices en el lugar acorde a sus costumbres.
En Ciego de Ávila me parece que carece de sentido hablar de urbanización... creo deberíamos hablar más de ruralización.
El 99% de la culpa de situaciones relacionadas con la cría de animales en áreas urbanas, yo la veo inherente al gobierno/salud pública, porque nuestros hogares se visitan periódicamente por funcionarios de salud por el tema de los mosquitos y le pasan a esas cosas por el lado... y no pasa nada.
Incluso he escuchado de crianza de cerdos en el centro del pueblo, para que nadie me venga a decir que esos son cosas de la periferia.
Hasta que no vea al gobierno poniendo multas "de oficio" por esas prácticas campestres, digo y diré que es el culpable número uno.
Si hay funcionarios de salud que crían cerdos y gallinas en los patios de sus hogares, entonces: ¿cómo vamos a pedirle a ellos mano dura con los ciudadanos que hacen lo mismo?