Intentaba alcanzar la puerta de aquella Yutong para llegar a mi destino, porque el transporte está malo y las terminales parecen un desierto. Era como un vaso de agua que se ofrecía a muchos sedientos, y todos querían.
Casi todos los presentes hacían lo que fuera por alcanzar un asiento, un pequeño espacio que los librara de la larga espera.
No les importaba empujar, vociferar, maldecir el calor, la estrechez y hasta al desgraciado que no deja pasar los barcos con petróleo.
La puerta era ya una realidad ante mis ojos, mi mano derecha se había asido a la agarradera y un pie sobre el primer peldaño me hizo sentir en casa. Entonces la escuché: “Por favor, déjenme pasar que estoy operada de un cáncer en un seno, venimos del hospital.”
Me volteé y vi a la muchacha y su acompañante, me hice a un lado y forcejeando con algunos la alcancé por un brazo y la ayudé a subir, también a quien la acompañaba, porque cómo iba a viajar sola. “Hasta aquí, no puedo llevarte, me dijo el chofer con cara de congoja, no puedo llevar pasajeros de pie.” Las muchachas me miraron, con un leve gesto les dije que todo estaba bien, que siguieran. Retrocedí entonces y fui a sentarme a esperar que apareciera otro vaso de agua.
Algunos comentaron que el chofer podía haberme llevado de no ser tan extremista, la suerte no siempre premia a quienes son amables, si no hubiera cedido mi lugar me hubiera ido.
Pero me senté tranquila a esperar, sin quejarme, sin pensar que el chofer era extremista (no lo creo), sin desear los premios de la suerte, y mucho menos arrepentida de haberle ofrecido mi puesto a las muchachas.
Y es que no actué por amabilidad (eso es otra cosa), por ser recompensada por el chofer y menos por la suerte; elogiada y hasta criticada por hacer el bien. Solo escuché la súplica y, naturalmente, me hice a un lado, aproveché el momento para regalar algo, ofrecer mi mano, aliviar a una persona alcanzada por la desgracia y el dolor.
Porque me niego a sucumbir ante las carencias, a pensar que estoy más lejos de casa y más necesitada que los otros; porque no quiero desaprovechar la más mínima oportunidad de ayudar a alguien, de proteger, de anunciar, de manera callada, que podemos ser mejores, y así, crecer desde adentro.
Porque no quiero empujar, maldecir, maltratar, como hacen otros, sin importarles si lastiman a un niño, si ensucian al de al lado; si parecen bárbaros y retroceden.
Me niego a dejarme llevar por el momento, verlo todo más oscuro de lo que realmente está, olvidarme de que alguien a mi lado necesita viajar más cómodo y llegar más rápido a su destino.
No puedo parecer desesperada, porque no lo estoy y ni siquiera creo que los motivos alcanzan para estarlo. No quiero ser maleducada, desfachatada, ni sentarme en un cómodo asiento porque era mi turno y punto. No seré uno más en el sálvese quien pueda, en la ley de la selva, en el quien puede, puede; en el quítate tú pa’ ponerme yo.
No quiero pertenecer al bando de los ingratos, los sinvergüenzas, los desnaturalizados sin sentido; los aprovechadores y despiadados.
De ninguna manera, porque no lo merecen los que están a mi lado, porque con ello ofendería a mi país generoso, renunciaría a mi perenne, utópico y romántico optimismo; y, sobre todo, porque cuando eso sucede, después pueden arribar hasta miles de barcos de petróleo, acabarse la austeridad, las malas noticias, terminar el cerco, volver todo a su sitio, respirar tranquilos. Sin embargo, lo que extravió dentro de sí cada persona, difícilmente se recupere. Y eso sí que no lo quiero para mí y mis hijos... ni para nadie.