“No vi dos personas iguales en aquel sitio” —me dijo la muchacha y siguió contándome de su obsesión por desentrañar lo más profundo e íntimo de la vida humana.
Decía que ha encontrado gente haciendo cosas parecidas, pero nunca con la misma fuerza, determinación y gracia. Que algunos avanzan como máquinas y otros parecen movidos por la brisa; unos actúan con voracidad y ansias, y otros sin apetito ni ganas.
Contaba que no logra mirar en ningún sitio sin intentar comparar a las personas. Unas calladas, quietas, persiguiendo un sueño, otras con ímpetu y arrebato, arrancándole el mismo sueño a las dudas y al miedo.
“¿Nunca ha pensado escribir sobre eso?” —me preguntó, y me quedé pensando.
Y sucede que ya he escrito, lo he hecho muchas veces, algunas sin proponérmelo siquiera, aunque lo he hecho.
Ahora, después de esa conversación, miro dentro de mí y, como en una película, busco escenas de aquellos sitios donde he estado rodeada de gente —yo, que las he conocido de las más variopintas formas— e intento verlas de manera diferente a como suelo hacerlo.
Miro la grandeza que habita escondida en muchas de ellas, la energía que vive a flor de piel, la pugna por alcanzar lo bello y elevado.
Asimismo, me encuentro con la paciencia que tienen tantas otras, con el equilibrio de unas y, por desgracia, observo el temor de muchas, el descontento, la desidia y la dejadez de algunas otras.
Es difícil desentrañar los latidos que mueven la existencia humana, comparar a la gente. No logro asociarlas con algo que no sean ellas mismas. No encuentro un símil, una metáfora.
Entonces recurro al magnífico relato del uruguayo Eduardo Galeano, porque nadie como él para, en pocas líneas, retratar a la gente de un modo tan hermoso y exquisito.
Ahora se lo dejo de regalo a todo aquel que alguna vez ha deseado desentrañar ese misterio que es cada ser humano; único, diferente.
“Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos. “El mundo es eso —reveló. Un montón de gente, un mar de fueguitos.
“Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden de vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende.”