El talismán de la Princesita Sofía la llevó hasta otra princesa que, convertida en una bestia grande y peluda, huía por el bosque. Los criados de su palacio la buscaban, mas temía que la emprendieran contra ella al no reconocerla. Sofía, que tiene todas las respuestas y grandes soluciones, le preguntó qué había hecho para recibir ese maleficio; y aquella le respondió: — ¿Yo? Nada.
—Algo malo hiciste, pues por esa razón fuiste hechizada —dijo Sofía. Entonces la princesa recordó. A un duende del bosque que le pidió asistir a la gran fi esta real le dijo que no, porque qué hacía un ser tan raro y diferente en una fi esta como esa. El cuento sigue y el final es hermoso; alecciona, y hace pensar a los niños. Y a mí también.
Pensaba en cómo, hasta sin ser conscientes, algunos obran contra otros de manera tal que son merecedores de “un maleficio”, en este país que no es encantado ni perfecto, donde todos los finales, por más que deseemos, no pueden ser buenos; y no siempre se tiene la suerte de encontrarse con alguien que te haga mirar adentro para descubrir en qué te equivocaste, cuánto daño hiciste y cómo enmendarlo.
Aquel que se cree el gran merecedor de todo lo que recibe, “porque para algo vivimos en un país como este”; quien cree que el agua nunca se agotará, mientras la llave del vecino solo hecha aire; el que no apaga una luz porque “bastante a oscuras estaré cuando me muera”.
Quien se alimenta en un tren, bota los despojos en el suelo o deja que sus niños ensucien asientos y cristales; el que provoca una tupición en un baño o lavamanos en cualquier lugar público. Quien escandaliza y ofende en una consulta por creer que el doctor es su esclavo y no un servidor de sus hermanos de nación; el que demerita al maestro de sus hijos; el que mira de reojo al anciano que pide unas monedas o carga una pesada jaba.
Los que no son amables e imponen sus deseos; los que no escuchan disposiciones y arremeten sin trabajar ni ofrecer algo. Quien corta el gajo de la mata que da al patio del vecino porque no quiere compartirlo; el que tumba la mata de deliciosas guayabas, porque los vejigos del barrio piden y molestan; quien envenena los gatos o perros de la cuadra porque no dejan dormir; quien niega llevar a un vecino urgente para el médico, pues está cansado y su carro limpio para el otro día.
Quien cierra la tienda antes de tiempo o la abre después del horario; quien te roba en la pesa pensando que no es malo lo que hace; el que niega un vaso de agua porque “hoy no la ponen”, y se queda tranquilo.
Fuera del país encantado, del bosque de árboles de ensueño y duendes que aman las fiestas reales; lejos de princesas, caballos voladores, castillos y lagos, vivimos.
Hacer el mal a alguien es la única causa por la que se es hechizado en esos predios; aquí en la vida real, en el difícil día a día de un país generoso que merece más, hacerlo puede convertirnos en horribles bestias y, para entonces, no habrá talismanes, princesitas sabias, duendes que perdonen, maleficios destruidos, finales hermosos ni nada en el mundo que pueda salvarnos.