Aquel jardín

A Julieta, porque tiene un jardín en su balcón, a dieciocho pisos de la tierra.

No olvido el jardín de mi casa vieja, la casa de madera que moría mientras el patio era más grande y bello. Un jardín que aunque renovado parecía el mismo de siempre, cuidado y oloroso, con tanta vida que hasta las bibijaguas venían a él.

Sin salir de la cama ya escuchábamos el sonido de la escoba de guano conque mi madre lo barría. Arrancaba una hoja marchita por aquí, cortaba unas rosas por allá, sembraba un nuevo retoño, unas semillas. Regaba agua, protestaba por las bibijaguas y babosas que habían hecho de las suyas durante la noche; y decía adiós a todo el que le celebraba sus plantas.

No nos había invadido todavía el gusto por los cactus y suculentas, no conocíamos las flores de mármol, las violetas, las orquídeas de miles de colores, ni la cotizada corona de Cristo con más espinas que flores.

No tenía aquel patio la flor de Jorge Tadeo (que no se llama de ese modo), begonias plateadas y rizadas, ni la flor de ajo, la dama de la noche, y ni qué decir de un placisterio grande, precioso... y caro.

Las rosas vivían junto al limón; y los crotos pegados a la cerca, a la sombra de las matas de mangas blancas y chupetas; igual las vicarias y maravillas, los lirios y el tilo, la albahaca y el anís de España.

Junto al almácigo grande, en una esquina, la salvia y el nomeolvides; bellas y olorosas las dos, a su manera; junto al cantero de yucas las malanguitas coloridas, los jazmines y la varita de San José.

Los humildes mantos estaban por todas partes, aun cuando decían que sembrarlos era lo mismo que sembrar llantos, pero mami no temía, porque no era supersticiosa, era sabia, por ello se empeñaba en tener su patio lleno de colores que siempre se asocian con la alegría.

No eran tiempos de injertar rosas o de traerlas de un vivero, ni de estar en competencias con el jardín vecino para ver cuál lograba un gladiolo, una extraña rosa; tampoco de negarle un gajito a nadie, ni de poner carteles que dijeran: “No me pidan plantas”.

Eran otros tiempos, los de lograr una matica de cualquier gajo, cuidarla, multiplicarla y que sirviera de ofrenda a cualquier amigo, vecino o a alguien que sin conocerlo se enamorara de alguna y no tuvieras corazón para dejarlo ir con las manos vacías.

Cómo voy a olvidar aquel jardín si en él tuvimos hasta un nido de zunzuncitos, un enorme caguayo, si nos disputábamos las ciruelas con los gorriones y las chirimoyas con los murciélagos. Cómo olvidar aquel jardín donde los olores de nuestras plantas se confundían con el olor del galán de noche que venía del patio de Lucía y Moro, porque hasta eso compartíamos.

No teníamos grullas ni enanos, tampoco enormes sapos ni bellas macetas, no teníamos duendes (digo de los de barro), ni bancos, tapias o portones. Teníamos sólo un montón de matas de las que nadie decía que eran tan bellas que parecían artificiales; de las que cualquiera podía disponer, sentirse, también, su dueño.

No olvido el jardín de mi casa vieja, porque aunque ya tenemos cactus y suculentas, flores de mármol, begonias, violetas y hasta un placisterio, están sembradas en el mismo patio grande, debajo de las matas de mango, cerca de los crotos y el almácigo, junto a la salvia y las albahaca; y porque de todas siempre tenemos gajitos, hijitos y hasta plantas completas para regalar a aquellos que nos sigan pidiendo.


Comentarios  
# Alejandro Chang Hernández 12-08-2019 09:49
Siempre la nostalgia de lo que vieron nuestros ojos en sus primeras incusriones al mundo queda grabado para siempre. Nunca podmeos olvidar lo que somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Todo es una mezcla que unida define nuestra personalidad y esencia.
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