Por estos días, en la red social Facebook se comparten mensajes en los que alientan a los padres y las familias a guiar a sus niños en el amor y la aceptación por las diferencias; a que velen y cuiden que sus hijos no discriminen y no se manifiesten abusivos contra los otros por causa alguna.
Se insiste en que las escuelas sean espacios seguros, donde el maltrato no tenga cabida, por lo dañino que resultan las relaciones no adecuadas en el espacio de socialización más importante en la vida de los niños, adolescentes y jóvenes.
Y estos mensajes me llevan a pensar en el modo más efectivo en que se puede mostrar a nuestros seres amados a no odiar, a convivir con plena armonía y felicidad con las diferencias: el ejemplo; ser un espejo limpio donde puedan mirarse; que les sea fácil amar, porque vean a los padres y las familias amando fácilmente.
Es válido siempre hablar a los hijos de amor, aceptación, respeto. Es válido mostrarlo desde las más bellas lecturas, desde pasajes de buenos dibujos animados, audiovisuales, y todo lo que se tenga a mano para que ellos aprendan. Sin embargo, nunca se aprende y aprehende con tanto acierto como cuando se vive en un espacio donde el amor, la empatía y la generosidad se respire y se lleve a flor de piel.
Cuando los niños ven las muestras de amor hacia los otros como algo que brota suavemente, como el agua de los manantiales; cuando no escuchan a sus mayores ni una palabra burlona, dura, discriminatoria por discapacidad intelectual, apariencia, posición económica, raza, credo, filosofía, orientación sexual, o algo de lo que nos hace distintos, es difícil que, a temprana edad, lo reproduzcan.
Cuando cada persona es bien tratada desde que llega a la puerta de tu casa; cuando, mirando audiovisuales, no nos escandalizamos por personajes diferentes a nosotros; cuando no hablamos despectivamente de otros seres delante de los niños, no cuestionamos ni juzgamos cosas que en nada nos afectan, los niños no aprenden a hacerlo.
Si somos capaces de explicarles cualquier duda al respecto, si de la manera más natural podemos explicar por qué todos no tenemos que ser iguales, y las grandezas que emanan de eso; si, al escucharlos hablar entre ellos algo que hayan presenciado, activamos nuestras alarmas interiores; si vivimos alertas, avisados, al tanto, para que no vayan aprendiendo de otros, de letras de canciones que proliferan donde la discriminación se vocea y se baila, y pueden escucharlas por ahí; siempre que podamos encender una pequeña lámpara hacia la compasión, la benevolencia, la bondad más fina, los niños, de mirarnos, irán llenando su espíritu del amor más puro.
En las escuelas y todos los espacios de socialización debe, por necesidad, primar esa misma bondad: que el acompañamiento a los otros se pueda mirar por todas partes; que, si alguien sufre por enfermedad o porque tiene menos, los demás lo perciban y ayuden y acompañen; que los maestros sean como padres amorosos y que no tengan comportamientos desmesurados ni exabruptos. Si se respira paz, aprenderán a convivir en la benignidad que genera la armonía.
Dentro de los hogares, las escuelas, las comunidades, no encontraremos a dos seres idénticos, las diferencias nos definen durante toda la vida; vivir ligeros de miedos, odios, desprecios, nos hace ser mejores humanos, más felices, liberados de cargas innecesarias, y nos lleva a ser un buen lugar para refugio de los otros, para la tranquilidad de los que tenemos cerca.
Los niños nacen inmaculados, es en su vida con los adultos donde van aprendiendo todo lo que los definirá más tarde; que podamos ser como un espejo limpio, donde los destellos del bien, de la misericordia y la generosidad más grandes emanen libremente, puede ser el mejor regalo que podamos ofrecerles: un tesoro invaluable de donde extraerán todo lo elevado y sublime que puedan, después, entregar a los otros.