Un rojo corazón

Siempre me conmueven los actos de grandeza que involucran a los maestros, a seres sencillos que, en cualquier sitio pequeño y olvidado de la Tierra, encienden una lámpara y le demuestran al mundo que los pequeños comienzos mueven a las almas y hacen las grandes diferencias. Sirva esta hermosa historia como recuerdo permanente a estos, e inspiración para seguir creciendo.

En una colina polvorienta a las afueras de Kigali, una mujer se sentaba frente a su máquina de coser antigua. Era Benedette Mukarwego, tenía 72 años y, durante casi tres décadas, había sido maestra de primaria. Hasta que la guerra lo cambió todo.

Después del genocidio de 1994, perdió a su esposo, a tres de sus hijos, y a la mitad de sus alumnos, lo cual provocó que, durante años, Benedette no hablara, no enseñara. Ella no lloró; solo cosía, cosía desenfrenadamente.

Creaba muñecos de trapo que no eran bonitos, no se ajustaban a ningún patrón. Tenían ojos torcidos, brazos de distinto color, telas recicladas. Pero cada uno llevaba un corazón bordado en el pecho con hilo rojo.

Un día, un niño de la calle la vio trabajar y se quedó mirando. Ella le entregó uno de sus muñecos sin decir nada.

Al día siguiente, este regresó con otros dos niños. Y luego vinieron más.

“¿Qué tienen estos muñecos?”, preguntó una trabajadora social a la buena mujer. Benedette solo respondió: “Cada uno lleva una historia dentro”.

Y, con el tiempo, supieron que era cierto. Antes de entregar un muñeco, Benedette siempre preguntaba: “¿Qué te gustaría que este muñeco recordara por ti?”. Entonces los niños hablaban. Contaban lo que les dolía. Lo que habían perdido. Los anhelos de sus corazones.

Ella escuchaba, cosía en silencio y luego les entregaba un muñeco con el corazón bordado. Decía que así el dolor no se quedaba solo dentro de ellos.

La noticia de la rara existencia de sus muñecos se esparció y psicólogos locales empezaron a colaborar con ella.

Fue entonces que sus muñecos se convirtieron en herramientas de terapia para niños que habían vivido traumas impensables.

Con donaciones de tela, Benedette organizó talleres. Enseñó a los propios niños a coser. Y les decía: “Cada puntada es una herida que se va cerrando”.

En 2010, la Organización de Naciones Unidas (ONU) la reconoció como una de las “Voces Silenciosas de Paz”, pero ella no asistió a la ceremonia. Prefirió quedarse enseñando a una niña de seis años cómo bordar un corazón. Un regalo más al mundo.

Con el tiempo, su pequeño taller se transformó en la Escuela del Hilo Rojo, donde más de 300 niños han pasado a aprender no solo a coser, sino a hablar de lo que no podían decir con palabras.

Un periodista europeo le expresó su curiosidad:

—¿Por qué muñecos de trapo y no algo más moderno?

—Porque los muñecos imperfectos son los que más se parecen a nosotros. Y si un niño puede amar algo roto, también puede volver a amarse a sí mismo.

Benedette falleció en 2021, a los 84 años. El día de su funeral, cada niño que pasó por su escuela, conmovido, en silencio, dejó un muñeco junto a su tumba. Y uno de ellos, ya adulto, dijo:

—Gracias a ella, aprendí que mi historia, por dura que sea, no me define. Solo me enseña a coserme por dentro.

Hasta hoy, la escuela del Hilo Rojo sigue funcionando y cada nuevo alumno recibe un muñeco con el pecho abierto y una aguja. Porque allí, como decía Benedette: “Sanar también es un arte que se enseña con las manos, y los dolores que no desaparecen, pueden transformarse puntada a puntada, historia a historia”.


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