Que lo cuenten ellos. Porque Invasor solo ha visto, pero no lo ha vivido. El 3 de diciembre le queda grande a quien no se ha puesto una escafandra o no ha entrecerrado los ojos frente al ocular de un microscopio, intentando descifrar peligros.
Prefiero que lo cuenten las ojeras, los pies cansados, las horas de guardia y las videollamadas, antes que la palmadita en el hombro y las gracias que acostumbramos a dar cuando el día de la medicina latinoamericana nos recuerda lo que valen.
Porque el nuevo coronavirus ha hecho difícil hasta lo cotidiano, y ha vuelto hazaña que Roberto Melo mantuviera una consulta externa de cardiología a sus 65, o que Rosa anduviera por el servicio de Urgencias del Luaces Iraola a un paso con el que no puede ni su pastilla contra la hipertensión.
Cosas como esas pregunté antes de escribir estas líneas, y en seguida hubo respuesta. “El doctor Zalacaín sufrió una crisis hipertensiva en plena pandemia”, “Yeline Ruiz caminaba todos los días, a dar el parte en la televisión, sufriendo una linfangitis”.
Y también lo supo Invasor. En el Roberto Rodríguez, Niuris Martín dirigía la atención médica tras unos espejuelos graduados que resaltaban el color de sus ojeras, y el doctor Villares despidió en octubre a los colaboradores de medio país con un nudo en la garganta.
No todos han podido quedarse en casa. Desde lejos le tocó a Yohander, que del área roja en Camagüey viró para el área roja en Morón; o a Martiniano, que veló por el plasma hiperinmune en La Habana, a cientos de kilómetros de los miedos de su madre.
Más lejos les tocó a William y a Luis Ángel, añorando a sus niños pequeños en medio del frío de Lombardía; a Suley, que se agarró de lo que pudo en medio del sismo de Oaxaca; y a José Luis, que sabe que los kilómetros entre Cuba y Santa Lucía son más largos en nostalgia que según el sistema métrico decimal.
Recuerdo al doctor Norman, para quien el ojo clínico del epidemiólogo convertía cada cifra en nombres, y cada foco de Turiguanó en las ganas de salir corriendo él mismo a pesquisar. Pienso en que este puñado de nombres que no llena ni una página es muy poco. Y que de ellos no sabemos ni la mitad.
Pero los nombres, ojalá lo entiendan los anónimos, son apenas un símbolo de los miles que, espero, este 3 de diciembre puedan tomarse un respiro cuando alguien les suelte un protocolar, pero sentido, “feliz día”, para tomárselo en serio y decir gracias.