Él quería decirle a su esposa que la amaba. Se lo dejó escrito, pero no le bastó la corta frase y sin saber por qué le agregó un “aunque no lo creas”. Quería una postal que acompañara el gesto, quiso buscar en Google y fue rotundo su asombro.
Así, todavía asombrado, lo contaba: “Nada más escribir aquella frase, llovieron las postales, poemas y canciones.”
No sé por qué el asombro, halló lo que buscaba. Un “aunque no lo creas” dice mucho. Él no lo sabía quizás, antes había callado, había negado la frase generosa y a tiempo, las palabras que explicaban lo que sentía por ella, el gesto cariñoso, el arrullo al oído.
Y eso le sucede a mucha gente. “Porque para qué decirlo si se sabe”, “si nunca le he faltado ni con el pensamiento”, “si no salgo de casa”, “si dormimos juntos y apretados”, “si compartimos todo, la alegría, nuestros cuerpos”. ¿Para qué decirlo a cada rato, entonces?
Pasa al amigo aquel que siempre está ocupado, que no le alcanza el tiempo; o que quiere mucho, mas no se le da bien eso de irlo diciendo. Nunca olvida una fecha, en cambio no encuentra cómo hacer saber que siempre la recuerda.
Un cumpleaños, un momento feliz, aquella historia que concierne a los dos, que les hace sonreír; sin embargo, nunca más vuelven sobre el asunto. ¿Para qué?
“Te traje con el pensamiento; ahora mismo estaba hablando de ti; supe todo lo que pasaste; estuve al pendiente.”, decimos muchas veces, pero después de que todo pasó, que preparamos un viaje que nunca hicimos, que pensaste hacer una llamada que interrumpió el llanto del bebé, la hora de la comida, la tarea del niño, el vecino que llamó, la llegada de la noche, el sueño. Y otro día.
“¡Cumpliste 45 el 11 de mayo, sabes que jamás se me olvida!”, nos dicen con frecuencia.
¿Y qué nos vale eso en el mes en diciembre? Si la felicitación nunca llegó, si no tuvimos la oportunidad de decir: “¡Verdad que nunca se te olvida!”. Si pasados seis meses ya no importa quién se acordó y quién no.
Lamentamos no haber dicho te quiero, no visitar a alguien porque cómo íbamos a saber que moriría tan pronto si su salud era perfecta, o porque ya había mejorado, por eso se espera un poco.
Así sucede muchas veces, porque el tiempo es oro y vuela, porque es frenética la vorágine que nos envuelve, porque el transporte está malo. Los padres viven con alguno de sus hijos y el resto está confiado, porque al hijo se le da todo lo que está establecido y su madre lo cuida como la niña de sus ojos.
Porque las comunicaciones están malas en estos días y no hay cobertura ni conexión a Internet. Porque a los abuelos los veo la semana completa, para qué dedicarles un domingo.
Por eso los buscadores están llenos de postales, poemas y canciones que alguien hizo para decir: “¡Te amo!”, luego de provocar que alguien lo dudara. Después que dejó de decirlo muchas veces, porque se suponía, porque para qué repetirlo, para qué estar siempre con la ñoñería, la “mamitis” o “papitis”, la “pegajiña”.
Él quería decirle a su esposa que la amaba, y lo salvó el asombro. ¿Por qué pudiera ser que ella lo dude? Si, ¿se sabe?, ¿dormimos apretados?, ¿compartimos la alegría, nuestros cuerpos? ¿No hay que decirlo todo el tiempo? No hay postales de Google ni de mil buscadores que llenen ese abismo, que salven lo perdido, que vuelvan atrás el tiempo.