No sabía

Los últimos días de cada año de mi infancia están vívidos en mis recuerdos. Reunidos en la casa de mi tía Lola decíamos adiós a los cansados y envejecidos calendarios y recibíamos los nuevos al calor y la luz del fuego que consumía a los muñecos, que según mis mayores, se llevaban todo lo malo.

El día era perfecto correteando, husmeando alrededor del puerco por asar y disputándonos de quién sería ese año el rabito enroscado y crujiente.

La noche llegaba pronto y era fría. Una ropa cosida por mi madre en la vieja máquina, o un modelo nuevo en la de otro año, siempre era un estreno. Jugar a los escondidos, a agarrarnos, o soplar para ver cómo salía el humo de las bocas heladas era todo un rito.

Mi padre nunca estaba. Trabajando pasaba esa despedida, en el ingenio que impregnaba el aire con olor a melao, que nos regalaba el ruido de los carros de caña, el “chucu, chuco” de la vieja locomotora y los interminables pitazos del cambio de turno de la madrugada, mientras el humo y el bagacillo salían disparados por las altas torres.

El último instante era mágico. Todos corrían a abrazarse. Desde algún lugar nos llegaba un conteo regresivo, muchos chiquillos ya vencidos dormían por dondequiera; el agua lanzada a la calle, el escándalo, el “feliz 1978, 1979, 1980, 1981... Amor, salud, prosperidad”. Eran la meta.

Mi último segundo de peticiones me viene de esos días. El anhelo de que papi estuviera con nosotros el próximo año vestido de limpio, que comiera en la mesa, que estuviera alrededor del fuego del muñeco.

Un juguete, un camisero nuevo, unas notas excelentes, unos plumones, un cuaderno.

Nunca miré un cuadro y deseé abrazar el próximo año al de la foto, nadie se había marchado a alguna parte todavía, nadie me había dejado para siempre.

Yo no pedía salud, la tenía intacta, no conocía ni a un enfermo, ni enfermedades eternas, incurables; a ningún piadoso cuidador.

Un libro nuevo, las sandalias que me hacían guiños desde la vidriera, un televisor para ver los muñequitos, un jueguito de cocina, un cumpleaños.

No sabía que las personas podrían dividirse, que el hombre se volvería contra la Tierra y que esta le cobraría tal ofensa, que se levantarían muros por doquier y que construir puentes llevaría tiempo, fuerzas y deseos.

No conocía las palabras desidia, dejadez, entuerto, chapucería, ni había sufrido sus efectos. Desconocía que el odio haría notar que existen seres diferentes y que algunos no lo perdonarían.

La visita de unas tías que traerían regalitos, las vacaciones, un sobrino, ver a la amiguita que se fue a la otra escuela, un reloj para decir orgullosa que había aprendido la hora.

Nunca pedí un milagro, ni paciencia ni fe. No sabía que necesitaríamos compasión, generosidad, benevolencia. No pedí hijos, ni madres y padres para nadie, todos tenían.

No sospechaba que se extinguirían las especies, que se derretirían los glaciales mientras el agua faltaría en muchas partes, que la tierra se abriría y el mar se saldría de sus límites.

Que faltarían leyes para proteger los animales que tenemos. Desconocía de epidemias y de gente que no obedece ni les teme, gente que va contra otras gentes.

No conocía qué significaban las frases “sálvese quien pueda”, “quítate tú pa' ponerme yo”, “ley de la selva”, “el que puede, puede”, ni tampoco que tendría que ser fuerte.

Cambiar el techo de guano de mi casa de madera, ver el cometa Halley, porque podría verlo una sola vez en mi vida, si acaso; ir al Coppelia en la ciudad alejada, una estrella fugaz, o, mejor, una lluvia de ellas.

No conocía la inmovilidad, la disfuncionalidad de algunas funciones y funcionarios; los estigmas, el miedo, el dolor; las distancias insuperables y el adiós.

Tener un librero de madera, aprender a montar bicicleta, un espejo, un pomo de jalea de ciruelas, un baño adentro de la casa.

Los últimos días de cada año de mi infancia me resultan inolvidables. Años aquellos en que no sabía tantas cosas. Ni siquiera sospechaba entonces que mis peticiones del último segundo me perseguirían por siempre; que permanecería mirando al cielo en busca del eclipse, del movimiento de un planeta, del avistamiento de un astro; y que, una vez lanzadas al universo, pasaría cada segundo de los años por llegar, parada en la Tierra insistiendo, insistiendo hasta hacerlas realidad.


Comentarios  
# Alejandro Chang 05-11-2020 16:13
Ya extrañaba esta sección. Hace tiempo no podía leerla por diferentes causas. Me alegra volver a soñar con su magia, con las palabras únicas de Carmencita.
Uno pasa tanto tiempo de su vida pensando en cosas tan secundarias, tan tontas y hasta estúpidas a veces. Sin embargo, hay tanto en qué pensar de vital importancia para el individuo y la sociedad. El calentamiento global, las guerras, el hambre, las pandemias cada vez más comunes, los cataclismos igualmente tan frecuentes en este siglo, la extinción de especies, muchas vitales para el equilibrio ecológico, la destrucción de ecosistemas. Pero además, es preocupante la falta de amor, de sinceridad, de comprensión, de amistad, tantos valores que se van desapareciendo en una nube de incertidumbre con cada nueva generación que nace. Es verdad que hay que hacer más, mucho más, pero todo parte de pensar mucho más en las formas correctas de hacer.
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# Alejandro Chang 05-11-2020 16:28
No queda mucho por decir a tanta hermosura en este escrito de nuestra Carmencita. Los años de infancia son los más hermosos, cuando todo parecía un paraíso, cunaod no existían preocupaciones, cuando todos nos aclamaban y éramos el centro de la casa. La infancia de una persona siempre debería ser así, porque al contrario, si es triste, igual marcará a ese corazón para toda la vida.
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