La muchacha hablaba de su tía, una mujer magnífica, de esas que no tienen nada suyo, que miran de frente y hablan con cada gesto, alguien a quien todo se le puede volver maravilloso porque abundante de maravilla anda por la vida.
Es su tía predilecta, la más sincera y fiel, esa que nunca dice no, aunque después se las vea negras para cumplir lo prometido. Mira todo lo que sucede cerca de ella, el niño que se cae y corre a recogerlo, el establecimiento cerrado sin anuncio…
Es una todoterreno, pensé, y a punto de enternecerme por la admiración de la sobrina, vino el cubo de agua fría: “pero es una ‘chea’, una tacaña con ella misma, anda a la moda de hace un quinquenio, pudiera tener tres armarios llenos, un televisor en cada habitación…”
Llegada a ese punto comencé a escuchar las palabras como venidas de muy lejos, como un eco vacío y sin sentido; salidas de algún sitio donde no habita el corazón ni el sentido común. Y no quise estar en el lugar de ninguna de las dos. Incomprendida una, confundida la otra.
Ella se viste porque hay que hacerlo, y a gusto, como se sienta bien consigo misma. Es quizás la tía de quienes prefieren repetir un vestido varias veces que contar los años que pasa sin mirar un ropero repleto donde ya no sabe cuánto tiene. No se viste del modo que alguien impone. Aunque pudiera hacerlo, no le interesa.
A ella no le interesa, tampoco, cuántas veces un vecino cambia las cortinas o los manteles. Los cambia si se rompen, si no tienen utilidad; no para imitar, presumir, parecer lo que ella no es ni siente.
Mucha gente así existe a cada paso, austera, sencilla, buscadora de su propio sentido de la comodidad y la belleza. Gente que abraza sus ideas de lo bueno, que no mira para ver cómo fue el cumpleaños o los Quince de los hijos de la amiga, porque hay que hacerlos iguales.
Confundidos con tacaños y agarrados, con gente que camina con los codos, andan felices por ahí. Madrugando porque el trabajo los hace mejores y felices, haciendo por los otros; porque andar de fiesta en fiesta no se aviene bien al sentido que han elegido para su vida.
Viviendo así, con dos ventiladores, porque cuatro les da mucho frío, con un televisor porque les basta, con la misma computadora, son aplaudidos por unos y criticados por otros, por quienes creen que la austeridad es asunto de pobres.
Quienes piensan que el dinero es para gastarlo en lo que sea, aunque no lo necesiten; que tener un perro de raza, aunque no tengas carisma para cuidar animales, es símbolo de un estatus superior. Que tener una cocina con azulejos y cristalería magnífica, aunque sigas usando la vieja por no romperla ni ensuciarla; tres baños, aunque vivas solo; te hace alguien mejor.
¿Cuándo algunos motivos de orgullo y las más grandes virtudes comenzaron a parecer todo lo contrario? ¿En qué parte del camino fue la vuelta de rosca?
¿Cuándo se armó la confusión? ¿Cuándo dejamos de mirarnos para mirar lo que hacen los demás?
Como la sobrina son estos pobres seres, que confunden el valor de lo útil y lo necesario, la virtud, la grandeza; la decisión de algunos de ser como quieren, felices con lo mucho que a otros pudiera parecerles poco; con la alegría de no poner su corazón en el dinero, ni en un modo frenético de gastarlo, porque ser libre también tiene que ver con eso.
La muchacha hablaba de su tía y, al confundirse, al no entender por qué su tía no era vanidosa ni “especulaba”, a la vista de muchos de los que piensan como yo, no mostró a una “chea” ni tacaña. La mostró insuperable, libre; elevada y entera.