A tiempo

Desde muy pequeña me declaré una amante fiel de las fábulas, pues me parece fascinante poner en boca de animales sabias sentencias.

Aunque las situaciones sean recreadas con ellos, siempre venían (y vienen) muy rápido a mi mente las personas exactas a las que tal situación, actuar o circunstancia, le vienen como anillo al dedo.

Hace días, encontré una en el océano que es Facebook, sin autor, sin dueño, y preferí, entonces, tomar la esencia de la historia, reescribirla, hacer mi propia fábula, y hoy se las ofrezco como una invitación a mirarnos por dentro, porque pocas cosas me parecen más supremas que la capacidad aquella que nos permite estar alertas, reaccionar dispuestos; que ese impulso del alma, de las emociones más profundas, que nos hacen olvidarlo todo y actuar cuando más necesario es, y cuando todavía queda tiempo.

Cuentan que cuando aquella serpiente mordió a la gallina, esta, con el veneno entrando en su cuerpo, desesperada, buscó refugio en su gallinero. Todas las gallinas, al verla, decidieron expulsarla; decían que el veneno podía propagarse. Aquella salió cojeando. Lloraba de dolor, ya no por la mordida, aunque quemaba como brasa ardiente, sino por el abandono y el desprecio de su propia familia en el momento en que más los necesitaba.

Así se fue, arrastrando su pata, expuesta a las noches frías, quemada por las fiebres. Con cada paso, una lágrima caía, mientras las gallinas en el gallinero la vieron alejarse, inamovibles, distantes, insensibles a su pena.

Y pasó el tiempo. Un colibrí, conmovido, ideó volar hasta el gallinero. Optimista, con la certeza de que llegaría al corazón de aquellas hermanas, les anunció: “¡Su hermana está viva! En una cueva muy lejos de aquí. Se recuperó, solo que perdió la pata y le cuesta encontrar comida. Necesita nuestra ayuda”. Hubo un silencio atroz. Luego abundaron las excusas:

—Yo estoy poniendo huevos.

—Yo busco maíz.

—No puedo ir, tengo que cuidar a mis pollitos.

Así todas, una por una, rechazaron la petición del colibrí, que regresó a la cueva sin ayuda. Mucho después, el colibrí volvió. “Su hermana ha fallecido. Murió sola en la cueva. Sin nadie que la entierre, sin un ser que la llore”.

En ese instante, un peso cayó sobre todas. Un profundo lamento llenó el gallinero. Quienes ponían huevos, pararon. Quienes buscaban maíz, dejaron las semillas. Quienes cuidaban polluelos, hasta los olvidaron por un momento. El arrepentimiento inundó el aire, dolía más que cualquier veneno. ¿Por qué no fuimos antes?, se preguntaron a coro. Y sin medir la distancia, el esfuerzo, partieron hacia la cueva; llorando, lamentándose, rememorando la vida que tuvieron antes de que la serpiente mordiera la pata de su hermana y cambiara su destino. Ahora sí creían tener un motivo para verla. Pero ya era tarde.

Al llegar a la cueva, al sitio donde la gallina padeció y murió abandonada, no la encontraron, en su lugar hallaron una carta que decía: “En la vida, muchas veces, no somos capaces de cruzar una calle para ayudar a alguien que todavía está vivo; no miramos siquiera el mensaje de aquel, que permanece entregado, sin saber qué dice. No escuchamos el grito ahogado de quien está al lado nuestro, no interpretamos la desesperación detrás de unas lágrimas, la debilidad que ocultan los más fuertes; pero somos capaces de cruzar el mundo para enterrarlos cuando mueren”.


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