Útero vacío, de Cecilia Solá, es un apasionante relato que nos sitúa en el medio de lo que, a simple vista, pudiera parecer solamente una historia de amor que no llegó a ser.
Exquisitamente escrito, su ritmo trepidante nos atrapa y nos conduce hasta el final, donde un dato escondido nos pone ante lo más crudo de la realidad de sus protagonistas. Conmovedor, en tanto nos devuelve un pasaje siempre triste de la historia del continente, de la que muchos permanecen todavía ajenos, porque no les tocó de cerca.
Narra el encuentro de un joven abogado con una estudiante de medicina en una estación subterránea del metro. Luego de habituales encuentros que duraban lo mismo que el viaje de regreso a sus hogares, entre conversaciones y risas, deciden verse y conversar afuera, en lo que llamaban la vida real, solo que debía ser cuando la joven regresara de un viaje de quince días que haría a la ciudad de Córdoba.
Luego de días y meses de tomar el subterráneo, de ir pegado a la puerta buscando encontrar su mirada entre la gente, sin entender qué pudo ser, sabiendo que la joven era solo un nombre sin dirección ni teléfono, comenzó a no pensar en ella unas horas al día, unos días a los meses, hasta que se convirtió en el dulce recuerdo que a veces volvía, en una sonrisa melancólica de vez en cuando.
Veintiséis años después, mientras atravesaba la Plaza de Mayo, se tropezó con la Marcha de las abuelas, sin prestar atención, tan ajeno a su lucha, porque él nunca había tenido problemas.
“Pasaba de largo, indiferente, inmune, hasta que los ojos de cachorro y el largo pelo lacio me golpearon desde la imagen congelada de una fotografía en blanco y negro: Victoria Armendáriz, 22 años, secuestrada por un grupo armado paramilitar el 26 de noviembre de 1979 en las escaleras del subte, estación Facultad de Medicina”
Y de golpe, dejó de ser indiferente, dejó de ser inmune y miró aquella foto “hasta que me picaron los ojos“ luego corrió hasta la entrada del subterráneo y se sumergió en aquel útero metálico, donde vivieron lejos de aquella vida real, pero que ya no se la devolvería.
Muchas veces nos mantenemos distantes a las luchas ajenas, no enarbolamos banderas que no creemos nuestras, porque las realidades que se esgrimen son de otros, somos inmunes al dolor que no nos toca, a la desdicha que no se nos instala en la casa, a las pérdidas que nos mira a los ojos, al hambre que no sentimos, a la enfermedad que no padecemos.
Así pasamos por la vida sin la más mínima empatía, esa capacidad suprema de situarse en el triste sitio del otro que, a nuestro lado, está peor, de intentar al menos de entender sus razones, el porqué de su realidad distinta y lamentable, de la necesidad de acompañar las batallas ajenas, las que nos pueden parecer tan distantes, y que no pocas veces, en algún momento nos llegan, nos mueven las simientes, nos marcan la existencia.
Para ponernos en la misma marcha de cualquier ser, para entrar en las luchas de no pocos grupos humanos que a diario padecen, no tenemos, necesariamente, que ser tocados por sus propias desgracias, basta solo cultivar esa capacidad de la que tanto se habla y no mucho se practica, esa capacidad humana que se nombra de muchas maneras, que nos manda metafóricamente a caminar con los zapatos del otro, de ponernos en su sitio, de sangrar por su herida.
Crueles realidades abundan, tristes historias que arrastran muchos cerca de nosotros, tan raigales, tan difíciles que ni deseándolo mucho, ni intentándolo todo podemos resolver, mas si nos acercamos, si olvidamos que la nuestra es otra y decidimos acompañar esas historias, a esa gente comenzamos a marcar la diferencia.
Útero vacío, es quizás, una de las más hermosas, sutiles y a la vez contundentes maneras de mostrarnos cómo podemos permanecer ajenos, distantes a los más horribles de los dolores humanos, a las más crudas de las realidades que marcan naciones y muchas generaciones, solo porque no fuimos tocados por la misma desgracia. La suerte, entonces, puede agradecerse acompañando a los que sí fueron tocados y hundidos en ella.