Vivo entre gente campechana que baila con Radio Reloj, no se permite andar con el moco caído y se queda vacía al abrir la boca; que parece estar mal de la chola, patinarle el cloche o corrérsele una teja, ¡pero no! Así asume los años, negándose a ser una estaca, a andar dormida en los laureles o perdida en el llano.
Vivo entre gente que no está en na’, no coge lucha, es bacana y chota; que nos deja frío, anda a la viva y no para de darle a la bemba con su rico lenguaje de barrio, acostumbrada a campear por sus respetos. Disfruto cada cubanismo, porque tienen pega-pega.
Existen también personas fuera de serie, que no tienen nada de ellas y que, todo el año, echan rodillas en tierra por los suyos. Las hay que, en segundos, sacan un sable y orquestan un escándalo; que andan como saco de resabios o felices por la vía, luciendo su chochera con los pequeños.
En el barrio, pululan los ejemplos. Allí las hay en la luna de Valencia, como masas de pan o que desmayan la talla, incluso, que caen de fly. Con Lázaro, que es un vacilón y parece estar ido de revoluciones, es difícil mantenerse más serio que una tusa. ¿Quién le mete un tupe a esa enciclopedia de escenas cotidianas?
Sobrevuelan voces que, de vez en vez, aluden a los “batidos de grampa”, a los que van a reventar como un siquitraque y a los que no les cabe un alfiler…; que apuntan a los de Ampanga, al que no se quiere la vida, no cree ni en la madre de los tomates ni en Mazzantini el torero; y al que vive de a Pepe.
“Estás de anjá; echa’o pa’lante”, le dice María a su hijo enjocicao. De momento, escuchas a Juana, quien, cuando le deben dinero, se pone verde y se bota para el solar: “me da lo mismo un entierro que un homenaje; yo sí le entro a cualquiera y le parto la siquitrilla”.
Julio, electrón libre, lipidioso, con tremendo estalaje y poco aché, que cree ser un Alain Delon —y es Cafunga—, que cree estar en el hit parade, ser el hombre de la bulla o duro de pelar, se pinta un drama con una chica: “soy tu faisán de la India”.
Ella, que amaneció con el moño virado, le responde: “faino, si a ti te bañaron de feo y no te secaron; cómo te gusta hacerte el fino y el lacio conmigo”. En verdad, lejos de ser fácil de jeta, está que faja. Por tronco’e yuca, se la dejaron en la uña al muy tarajallú’.
Tania llama a su hijo comerraspa, hijo de perra y de…, sin importarle quién sea la perra, quién sea la… Un niño mataperrero, fajado con otro, grita: “dientifrío y boca de jaiba”. El padre, que es un caso y no quiere un retoño zonzobérico, sale zoquete y lo manda a rajarle la cabeza, antes de verlo chispojea’o.
“¡Qué cara de guante esa tipa!; es una hachepé”, opina la hablantina, como quien, paripé mediante, trata de lavarse las manos como Poncio Pilatos o se considera con más moral que Moralitos. Le encanta armar un “tiquitiqui”, arrancar la tira del pellejo a alguien y creerse santa, cuando, fuera del lugar, anda suelta y sin vacunar.
“Todos los días en la cocina, estoy hasta la gandinga; no valgo un kilo”, vocifera la tía Gregoria, mientras al sobrino manganzón le aprieta la hambrusia. “Coge el pan y va que chifla. Si quieres jamón, aprende a ser un lince en el invento y la maraña, porque tienes los lechones muertos en la barriga.” Y él vive de coger mangos bajitos.
Muy cerca, la vecina Yiya Matraquilla, a quien rápido se le “calientan” los metales con su nieto, dice hasta botijas verdes: “No disparas un chícharo y andas comiendo cascarita de piña; comiendo catibía”.
Como Yiya puede ser mamá, no es bueno en fin de año ponerla al salir por el caballete. Aunque, una cara de cumpleaños, con algo de la de guante, la obliga a carabina conmigo. ¿Y si por jodedor en año nuevo tengo que morder el cordobán? Mejor que ría, en serio.
Esperemos, pues, 12 meses más al lado de los que luchan, parten la naranja al medio, están de vena, con la neura, montan un numerito, caen como onza de oro, andan atrás del palo o como palo de cañada, porque de todos aprendemos.