Cuando el domingo pasado celebrábamos el Día de la Prensa Cubana, me detuve a pensar en los periodistas que siempre he admirado y en la profesional de las letras que he soñado ser. En los sinsabores de esta carrera, en las muchas alegrías que provoca, en las incomprensiones que se desvanecen ante tantas certezas del bien y la belleza. En los deseos de tomarle el pulso a las realidades que aparecen a cada paso, a la vorágine del día a día que se torna trepidante en cualquier cobertura.
En la palabra que no sale o sale a destiempo o sin dibujos. La metáfora que embellece, pero que no puede enrarecer lo que decimos; en la búsqueda constante en el fondo de los sentimientos y en los libros, en la mente y el corazón, como me gusta decir, porque ese binomio me es imprescindible para lograrlo todo.
Pensé en la sala de Redacción de este periódico, en el salón grande y los pasillos, en las reuniones donde se profundiza en la edición recién salida y se ajusta la agenda de la edición que queremos, la que falta, que es siempre la más necesaria.
En todos los periodistas que hemos estado juntos, las correctoras y choferes, los diseñadores, fotógrafos y caricaturistas, los traductores, los desvividos por el periodismo digital, los administradores, las pantristas, la escalera por la que se accede a ese espacio que puede confundirse con un oasis que alivia cualquier sed.
Las luchas por las frases que no quiero que me eliminen porque no pude luchar contra el espacio; la palabra que no cabe en mi crónica porque esa no se parece a lo que siento. Pensé en Migdalia, que nos dejó demasiado temprano y en el vacío que aún nos provoca; en el director con el que compartí aula y más de una publicación y que verlo crecer me llena de alegría. En los premios de este periódico y de toda su gente, en el desvelo que les ha permitido ganarse un espacio privilegiado del lado de la verdad y la justicia que alzan como un estandarte, en esta profesión que no puede contarse si no se asume como el centro de la vida y se convierte en un verdadero sacerdocio.
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Y pensé en los lectores.
Porque no es mentira que el mayor premio de todos nos llega desde ellos, de la espera por lo que escribimos, por lo que quieren de nosotros; por ese raro privilegio que nos otorgan cuando nos dejan interpretarles las realidades que viven, cuando creen porque lo que leen se parece mucho a lo que ellos piensan y sienten, aunque no puedan escribirlo.
Porque cuando alguien nos detiene en plena calle, nos llama por el nombre, y cuando nos ve tratando de recordar quién es, nos dice: “No, usted no me conoce, pero yo la leo siempre” algo cambia muy adentro y nos parece como si fuera la primera vez que lo escuchamos, porque cada lector que se nos acerca es como el primero, es aquel para el que escribimos, el que no queremos defraudar, el que no puede quedarse esperando, porque las luchas y los sacrificios de nosotros no le valen, a él o ella le sirven la palabra que anima, el párrafo que guía, la deconstrucción de la realidad que habitamos y a veces nos supera, pero que entenderla nos ayuda.
En días de recuentos y homenajes, de anécdotas, de buscar en las fotos los rostros conocidos; en este que puede ser todos los días, todas las vidas; no pude evitar que pasaran por mi mente, como en las escenas de una película, años, anhelos, deudas, intentos, vacíos insalvables; y tantas veces en que he podido conseguir, a pesar de todo, que mis lectores se encuentren con la periodista que soy.
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