Tienes hijos y ves cómo lo que pensaste siempre no era exacto, y a veces ni remotamente igual; que los manuales que usaste con sobrinos, primos, vecinos pequeños, ahora no te sirven y que lo mejor es intentarlo todo a cada paso.
Haces, desechas, aceptas, intentas, una y otra vez, al punto de sentir que el tiempo no está dividido por días, semanas, meses, de tan exactos que pueden ser cada uno de los minutos que vives, en eso que yo he dado en llamar mi “día eterno”.
Porque ser padres no es fácil, pero no solo eso, estoy segura de que a muchos les llega a parecer que, de tan imposible, en algún momento se abortará la misión; respiras profundo y ya, estás recién hecho.
Porque también de eso se trata, de una búsqueda perenne de su alegría, y no aceptamos otra realidad, nos negamos a que su felicidad no sea permanente y nos duele hasta cuando el niño pierde un diente de leche, nos parece un cataclismo, y en lo que reaccionamos ya él lo encomendó al ratoncito para que le traiga uno nuevo.
Los hijos nunca crecen, y el desasosiego se instaura desde que abandonan el biberón, quieren elegir su ropa y vestirse solos, porque desde ese instante nos parece que ya están a punto de dejarnos. Y eso sí desgarra, cómo van a dejarnos, no podrían vivir sin nosotros que velamos hasta el ritmo de su respiración, cada milímetro de cabello que les crece lo notamos y su llanto por una inyección no lo consolamos ni con el nuestro, que todavía enjugamos cuando él está correteando por los pasillos del policlínico.
Hace unos días, mi amigo y colega Alexey Fajardo me regaló esta historia, y me hubiera gustado tanto haberla escrito que ahora se las ofrezco. Y no quiero invadir el librito de nadie, el perfecto manual, el diseño milimétrico que comenzamos a tejer mucho antes de la noticia de que seremos padres:
“Cada año los papás de Martín lo llevaban con su abuela para pasar las vacaciones de verano, y ellos regresaban a su casa en el mismo tren al día siguiente. Un día el niño les dijo a sus papás:
“—Ya estoy grande ¿Puedo irme solo a la casa de mi abuela?
“Después de una breve discusión los papás aceptaron. Y allí están, parados esperando la salida del tren, se despiden de su hijo dándole algunos consejos por la ventana, mientras Martín les repite:
—¡Lo sé!, me lo han dicho más de mil veces.
“El tren está a punto de salir y su papá le murmura a los oídos:
—Hijo, si te sientes mal o inseguro, ¡eso es para ti! Y le puso algo en su bolsillo.
“Ahora está solo, sentado en el tren sin sus papás. Admira el paisaje. Unos desconocidos se empujan, hacen mucho ruido. El supervisor le comenta sobre el hecho de estar solo. Una persona lo mira con tristeza. Martín siente miedo. Agacha la cabeza, se siente arrinconado y solo, con lágrimas en los ojos. Entonces recuerda que su papá le puso algo en su bolsillo, temblando lo busca. Un pedazo de papel en el que estaba escrito: “¡Hijo, estoy en el último vagón!”