Aquella mujer dejó que la muchacha comprara delante de ella e insistió en acompañarla hasta su casa porque “los niños no dan tregua, imagino lo agotada y apurada que estás”, decía mientras le quitaba una de las jabas; al final del camino, como recompensa, se llevó a casa el abrazo de Marlene, la muchachita que las recibió en el portal con una risa escandalosa y los brazos abiertos.
De regreso, pensaba en la simpleza de su ayuda, también en la sonrisa con la que fue agradecida por aquella madre que sintió alivio por su gesto y le aseguró que le había salvado la tarde. Como le contó que su día se desvanecía cual agua entre los dedos; que llegaba, a veces, la noche sin darse ni cuenta por los cuidados extremos a su hija y el acompañarla a cada paso en su crecimiento, por el deseo de sacarla adelante, porque los seres especiales no solo demandan más pasión y tiempo, sino que lo merecen mucho.
A cada instante pienso en esas ayudas, en los gestos de este tipo, en los que se entrega mucho de lo que somos y con los que, de verdad, podemos salvarles el día a quienes, en ocasiones, ni sienten que el tiempo corre porque el cuidado de sus hijos lo consume todo.
Gestos enormes en su simpleza, porque están movidos por la bondad más pura, esa que nos deja ver cómo alguien renuncia a su carrera, su trabajo, su tiempo de descanso, y a lo que sea necesario para ofrecer tiempo de calidad a un niño especial, cuya existencia se le complejiza o se eleva, según con el empeño con que se acompañe y guíe.
Criar hijos es difícil, hacerlo en tiempos de dificultades económicas es agotador, más si necesitan de un alimento en especial; si crecen y no pueden prescindir de un sillón de ruedas para trasladarse, o si para su aprendizaje se necesita de más horas del día, más materiales o implementos.
¿Cómo buscar medicamentos para cada día de la existencia de un hijo o pañales desechables?; ¿cómo recorrer largas distancias para que el médico lo evalúe o para que sus profesores de Danza o Música lo ayuden a crecer desde la belleza del arte, en el más hermoso de los casos? Es difícil hacerlo, puede llevarse toda nuestra energía, todo el aliento; puede, incluso, llegarse a pensar que abortaremos la misión a cada instante.
Mas si se cuenta con esas ayudas, por pequeñas que sean, el panorama puede ser completamente diferente. ¿Qué nos cuesta poner delante de nosotros en una cola a ese vecino que tiene un ser que depende todo el tiempo de él? ¿Qué nos cuesta desviarnos del camino para ayudarlo a cargar sus jabas?
¿Qué perdemos cuando le ofrecemos a alguien un poco de lo que tenemos para aliviar el día a día de su niño, cuando damos un medicamento porque alguien lo está necesitando ahora, mientras mi hijo está sano, algo para mejorar un alimento en especial, si mi hijo puede comer de todo y lo hace con agrado?
¿Qué perdemos si podemos ayudar a reparar el sillón de ruedas de alguien, si se ayuda a unos padres a llegar a tiempo a una consulta, a la escuela, a una sala de rehabilitación? ¿Qué se pierde si regalamos unos colores, unas láminas, algún juguete, que estimule el aprendizaje o provoque la alegría en uno de estos niños?
Si cedemos nuestro puesto ganamos mucho, si ofrecemos nuestra pequeña ayuda regalamos seguridad y fuerza a quien quizás tiene que hacer acopio de ellas al final de cada día; si nos damos a los otros sin pensarlo siquiera, si desviamos nuestro paso y perdemos unos minutos, puede ser que al final de la ruta nos esté esperando una sonrisa escandalosa y unos brazos abiertos que, al apretarnos fuerte, sean para nosotros también la salvación de nuestro día.