¿Pobrecito?

Mi primer sobrino, Henry, pudo haber escuchado todos los sonidos del mundo. Pero una enfermedad, en sus primeros meses, lo dejó con una audición casi imperceptible. El dolor se apoderó de todos, menos de él, quien, desde que comenzó a crecer, nada le era imposible.

Con su prótesis auditiva escuchó las voces amadas, el sonido del agua, el canto de las aves, y los molestos ruidos. Sus primeros maestros no los ha olvidado, recuerda su cariño, cuánto lo mimaban, los gestos de sus manos, que eran un lenguaje exquisito que aprendió muy pronto junto a una lectura labios facial en la que es un lince.

Henry vivió toda su infancia becado en esa escuela nuestra que lleva el nombre del maestro inolvidable que fue asesinado en Nicaragua. Eso lo convirtió en el ser más independiente que hasta hoy he conocido y admirado. Su inmensa paciencia, su curiosidad, lo iban llevando por ese camino de querer registrarlo todo, tarequearlo hasta encontrar cómo arreglarlo, lo guio por la senda de usar sus manos para crear lo mismo un adorno que un avecilla de papel, reparar un mueble, cuando creíamos que no tenía edad para lograrlo, y así, nos llevaba de asombro en asombro.

Pudo ser incluido en todos los primeros anhelos de que estuviera en aulas con niños oyentes, a los que enseñó hablar con señas y también muchas materias que algunos no retenían. Y fue hasta la universidad, no con pocos tropiezos e incomprensiones, con esfuerzos de más, por algunos rezagos, que por fortuna se van desterrando con más fuerza cada día. Sus deseos de saber son inabarcables, su persistencia y ansias de perfección, nos hace decirle siempre, como un halago, que es un ser quisquilloso y matraquilloso, y él sonríe con esa sonrisa de niño que nunca lo abandonará, mueve su cabeza tranquilo, para después venir con aire triunfante y dejarnos boquiabiertos, porque todo en sus manos cobra luz.

Hace unos días reparaba la camita de uno de mis niños, y mi madre y yo no podíamos dejar de mirarlo; le ofrecía ayuda, pero respondía que no era necesario; meticuloso, medía cada palmo; con precisión de artista, le devolvía la forma linda que siempre tuvo, y admirada mi madre me miró, y me dijo: “¡Pobrecito!”. “¿Pobrecito, mami?” “¡Pobrecito medio mundo, que no tiene sus dones!”, atiné a decir.

Por qué la compasión ante un muchacho que domeñó todo obstáculo, que no creyó en los que no se atrevían a tenerlo a la par de los oyentes, que no se conforma jamás con cuanto sabe, que nos lleva de asombro en asombro y que siempre dice sí. Alguien que, cuando pudo intentar con un implante cloquear, nos conmovió porque no quiso que se privara a un niño de poder tenerlo, porque él tenía total independencia con sus saberes, porque no quería tener que cuidarse de meterse en el mar.

Por qué la compasión por alguien que acompaña la lucha por la aprobación de la Lengua de señas cubana, como su idioma oficial, además del Español del que es también un usuario competente; la lástima por un hombre que no ha renunciado a nada, que lo ha intentado y logrado todo, que deja además hermosas lecciones a su paso.

La admiración es benigna, nace hacia los seres que consiguen lo que muchos no podemos, a veces, aun cuando nada nos priva de ninguno de nuestros sentidos. La admiración es necesaria, porque nos guía hacia nuevos caminos, nos hace repensar cuánto más podemos hacer, cuánto más podemos explotar nuestras condiciones humanas que están intactas.

Pobrecitos, no; pobrecito todo aquel que pudiendo incluir se abstiene; que pudiendo acompañar las luchas de seres como Henry, sigue de largo; pobrecitos los que incluso escuchando todos los sonidos del mundo, no son capaces de escuchar muchos gritos callados de aquellos que aún precisan el empuje necesario.


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