Durante mucho tiempo he disfrutado de una historia fascinante que sitúa a Franz Kafka cerca de una pequeña a la que un día encontró desconsolada.
El célebre escritor, que nunca se casó ni tenía hijos, paseaba por un parque de Berlín cuando conoció a la niña. Esta lloraba porque había perdido su muñeca favorita.
Él la acompañó a buscarla sin éxito; le pidió que se reunieran al día siguiente y seguirían buscándola. Tampoco la encontraron, y entonces Kafka le dio a la niña una carta “escrita” por la muñeca que decía: “Por favor, no llores, tuve un viaje para ver el mundo, te escribiré sobre mis aventuras”.
Así comenzó esta historia que continuó hasta el final de la vida de Kafka. En sus encuentros, le leía las cartas de su muñeca cuidadosamente escritas, con aventuras y conversaciones que la niña consideraba adorables.
Finalmente, Kafka le trajo la muñeca (compró una), que había vuelto a Berlín.
“No se parece en absoluto a la mía”, dijo la niña. Entonces el escritor le entregó otra carta en la que le escribía: “Mis viajes me cambiaron”. La niña besó a su nueva muñeca y la trajo muy feliz a casa.
Un año después, Kafka murió. Pasó mucho tiempo y aquella niña, ya adulta, encontró otra carta adentro de la muñeca. En la pequeña esquela firmada por Kafka decía: “Todo lo que amas probablemente se perderá, pero al final el amor volverá de otra manera”.
Yo pienso tanto en esta historia, en lo mucho que podemos hacer por devolverle, de alguna manera, el amor perdido a quienes a nuestro lado sufren. A veces bastan unas frases de consuelo o un silencio de esos que acompañan sin romper nada, sin invadir, solo como certeza de que alguien está a nuestro lado; ya sea para escuchar o esperando el momento preciso para apretar tu mano, poner el hombro, secar el llanto y esperar la sonrisa que vuelve. Alguien dispuesto a no juzgar, aleccionar ni empeorar las cosas, sino solo estar, permanecer allí hasta espantar la pena.
Las pérdidas arrasan con las almas, como las plagas las hermosas siembras, y no puede existir antídoto mejor que el amor que llega de cualquier parte, de la mano de alguien; ese que vive con la fina llovizna y el sol tibio, en la abonada tierra, y no lo matan la tormenta, la sequía ni el frío que cala huesos. El que arde como fuegos artificiales y lo ilumina todo, pero que igual calienta con la tenue brasa, alumbra con luces de luciérnagas y enciende el universo con canciones y brazos. Con poemas.
Aquel que se reinventa y llega como canción antigua lo mismo en el libro que te extiende el amigo, en la mirada que habla y te invita a ser fuerte, en el abrazo que lo encierra todo, que te trae de vuelta la esperanza, te borra de un plumazo la agonía y se instala en tu alma; renace, resucita.