Nadie quiere parecer o ser anormal, como se dice comúnmente. Siglos ha pasado nuestra especie huyendo de aquello que nos haga parecer lo que no es la norma, que nos aleje de lo que a otros les agrada, de lo que nos pueda estigmatizar como seres diferentes a la mayoría, que es quien establece aquello que es normal o no.
Así somos normales hasta que algo se interpone en el camino. Hasta que fallece uno de nuestros padres no somos huérfanos; mientras esté intacto el matrimonio no somos divorciados y nuestros hijos son normales, de padres juntos y felices.
Hasta que una enfermedad incurable viene a instaurarse en nosotros, somos normales. Hasta que alguien no descubre su verdadera identidad sexual o de género, es normal. Hasta que un accidente no deje a alguien mutilado, también lo es.
Y la normalidad puede ser tan pasajera como que hoy no existe nada adverso y mañana resulta lo contrario. Sumidos en la anormalidad que trajo un microscópico virus estamos, y, sin darnos cuenta, estamos viviendo de manera normal, sí, solo que es otra la normalidad.
Es normal permanecer en casa; si le buscamos lo sublime que tiene estar con la familia todo el tiempo. Es normal no abrazar a alguien ni besarlo, no verlo ni tocarlo, si eso puede causar daño; o pregúntenselo a aquellos que, venidos de lejos, y enfermos, sin saberlo, les dieron el último abrazo, el último beso, donde iba el virus también a propinar su última estocada.
Salir a la calle por extrema necesidad es normal. Y usar el nasobuco también lo es, porque, ¿pudiera existir algo más normal que enfrascarnos en una lucha tenaz a favor de la vida? Es normal que a algunos les sea difícil usarlo, que les de calor, que sientan que respiran con dificultad. Que se les olvide a la hora de salir; como las llaves, la sombrilla, el teléfono…; es también normal, aunque todavía a muchos les parezca lo contrario.
Por eso me pregunto. ¿Por qué si en todos estos meses le hemos buscado un nuevo sentido a nuestras vidas, al encierro; si ha aflorado lo bueno que yace entre tanta incertidumbre; si hemos buscado y rebuscado aquello que pueda salvarnos del espanto, no hemos abrazado con mayor entusiasmo su uso?
Ansiosos porque todo vuelva a la normalidad estamos. Solo que, a veces, olvidamos que nos espera una “nueva normalidad”, como me gusta decir. Y mientras preparamos todo para ese momento, que está llegando, por qué no dedicamos un tiempo a hacernos bonitos nasobucos.
Por qué la blusa azul que siempre iba a tono con los aretes y las sandalias ahora no la combinamos también con la salvadora prenda. Igual la camisa verde o la corbata. Por qué no ponerle unas cintas, unas cuentas de colores, una pequeña flor, una mariposa. Por qué no adornarlos con un prendedor, un precioso encaje, unos botones.
Por qué no exhibir nuestro último modelo, por qué no retarnos a ver quién los puede llevar con mejor gusto, todo el tiempo... y sin quejarse.
Si los humanos hemos pasado siglos huyendo de lo que nos hace diferentes, tratando de encajar en lo que otros establecen, aún a costa hasta de la felicidad; por qué si nos gusta parecer normales, ahora no usamos el nasobuco con agrado, si, en definitiva, no hacerlo es lo que nos hará parecer todo lo contrario.