Gestión de venta

Hacía varias noches que, después de dejarse ver por los asustados vecinos, aquel hombre, vestido como el Plateado de las aventuras de turno, salía como un bólido y se perdía en el cañaveral.

Solo de eso se hablaba en el barrio, las bodegas, las escuelas. Los chiquillos ya no queríamos jugar al agarrado debajo de las luces de mercurio, contar estrellas ni cazar cocuyos.

Algunos comentaban que era un loco, un ladrón, alguien venido de otro sitio; y hasta se murmuraba que ese era el modo perfecto con el que un amante huía de ser sorprendido por un furioso esposo.

Celia, la costurera, una amiga de mi madre, no aguantó más la pesada broma y se dispuso a hacer la denuncia a la policía. Le pidió permiso a mami para que me dejara acompañarla hasta Majagua; era, en definitiva, un buen pretexto para comer pizzas en El Nacional, sentadas en la enorme barra.

Pero primero que todo, la tienda de La Amistad. Entramos directo al mostrador y Carlitos la Cruz, en un instante, estaba frente a nosotras sonriente y dispuesto. Celia lo conocía, porque ambos se inclinaron y se saludaron con repetidos besos y un largo abrazo.

Enseguida el mostrador se llenó de cintas y botones, hilos, agujas, elásticos, ovillos. Ella no se decidía y Carlitos venía de todas partes con algo nuevo entre las manos. Un muestrario de colores de varios tipos de tejidos, un rollo de encaje magnífico para una blusa y hasta los botones que le vendrían bien; un aro de bordar, unas agujetas y un lindísimo costurero de nogal con el ave Fénix pintado en la tapa.

Regresaba con todo a su sitio. Sonreía, mientras le preguntaba por los padres de ella, el hermano, su esposo, la suerte de sus diseños, el ingenio Algodones (Orlando González), la zafra.

De pronto, ante nosotros puso un paño de goma, con unos tapones ahuecados.

—¡Lleva estos regatones! Exclamó. Son perfectos para poner en las patas de las sillas de hierro, cabilla o alambrón.

Celia los miró, él volvió a la carga.

—Los recortas y metes las patas aquí, bien ajustadas. Esto evita que se raye el piso, que deje feas marcas de óxido y, también, que al rodarlas haga ruido y despierte al bebé.

Agregó que era una ganga, y soltó el precio como a vuelo de pájaro.

—Lleva 16, cuatro para cada silla—, dijo ya ahogado con una carcajada.

Celia pagó, guardó los regatones y se despidió cariñosamente con la promesa de volver muy pronto. —Como de costumbre—, comentó.

Ya de vuelta, seguí para su casa, ella siempre me dejaba hurgar entre sus gavetas y costureros, y hasta dar unas costuritas en su moderna máquina rusa.

Al lado de la mesa, mientras tomaba un vaso de agua, recordó su compra y la sacó del bolso. El paño de goma, con los taponcitos ahuecados, descansaba en sus manos. Me miró, hizo un gesto con la boca y frunció el ceño. Justo en ese instante cayó en la cuenta de que ella no tenía sillas de cabilla ni bebé.


Comentarios  
# Alejandro Chang Hernández 13-01-2021 13:27
Creo que esa es la eterna batalla entre el vendedor (eficiente) y el cliente, el primero por convencerte de comprar todo lo que pueda endilgarle, y el segundo por no caer en las tentaciones propias del consumismo. Cada uno a su manera quiere realizar bien su gestión, uno para ingresar mayores utilidades, el otro por llevarse a casa lo que realmente necesita. Al final casi nunca gana ninguno de los dos, queda en un "empate". Uno no logra vender todo lo que debería, el otro llega a casa pensando que compró más de lo que debía y gastó dinero en exceso.
Claro, que están los dependientes que no le sinteresa realmente si venden o no, y ni siquiera se inmutan si la tienda está vacía o repleta, que ponen mala cara si les preguntas algo.
Atender público es un arte, y muy pocos de los que realizan esta labor lo hacen verdaderamente de corazón y con eficiencia.
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