Los humanos miraron el río y supieron que siguiendo sus márgenes llegarían a algún lugar donde habría tierras y comida, y quizás, mejor abrigo. También cuando miraron la línea del horizonte, las colinas lejanas, cuando sintieron que el aire era diferente, según de dónde viniera; al mirar la inmensidad del mar y gritaron aquello que el eco les devolvió: “¿Hay alguien allí?”
Supieron que allá lejos encontrarían también lo extraño y desconocido, mas no les importó. El deseo de descubrirlo los lanzó a la aventura, a la búsqueda interminable. Entonces alcanzaron las altas colinas, atravesaron el océano burlándose de la línea del horizonte que parecía no tener fin.
Así aparecieron las distancias, abrumadoras e imponentes; y acortar aquellas que nos separan de alguien se convierte en anhelo de los días y las noches, en batalla perpetua, en agonía y dolor.
Las reales, contrario a lo que parecen, pueden ser tan dóciles que podemos vencerlas, se dejan dominar. Se va el amigo, lejos; el amado, el ser entrañable, y enseguida lo tenemos a la distancia de un ¡Hola!, en una pantalla pegada a nuestros ojos. Nos miran, nos hablamos y, aunque no podemos compartir el café, tocar la suave mano o la mejilla, en ellos reencontramos la sonrisa de siempre, el conocido gesto, la frase de aliento o de reproche, la voz casi igualita; los humedecidos ojos, el suspiro, el cálido beso.
Vemos al hermano que no está con nosotros, sabemos cómo amaneció, su alegría o su quebranto. Leemos lo que escribe el amigo, aquello que publica en las redes, y allí mismo, como si estuviéramos al alcance de la mano, como si conversáramos; lo apoyamos o disentimos de lo que dice; como se suele hacer con los amigos. Y parece que están muy cerca de nosotros, que los vemos, y que eso de extrañarlos se puede romper a cada instante, cada vez que digamos “¡Hola, estoy aquí!”, o se encienda una pantalla que nos haga alcanzarlos.
Por eso tengo una frase que me gusta decir: "¡Estás tan lejos y a la vez tan cerca!"; porque la distancia no es exactamente lo que aprendimos hace tiempo.
También puede habitar muy adentro de nosotros, del amigo que nunca se ha ido ni del barrio; del hermano que pasa cada día ante la puerta; del hijo o el nieto que está adentro de la misma casa de sus viejos, del amado que se acostumbró a no decir te quiero.
Así pasa la vida y no podemos desprendernos de quien partió un día para siempre; de quien terminó con un solo suspiro su existencia entre nosotros. No podemos dejar ir el recuerdo callado, la mirada fugaz, el sonido de una voz, la amarillenta nota.
Y, sin embargo, dejamos escapar el momento preciso, el ahora; para ver al que tenemos cerca, al mismo lado, porque después puedo hacerlo, porque estamos muy cerca y puedo verlo cuando quiera, porque mañana está al llegar, porque sé que está ahí ahora, e imagino que así será por siempre, y eso evita que lo extrañe.
Los humanos, cuando atravesaron el mar inmenso comenzaron la lucha eterna contra la distancia, y hasta hoy han podido vencerla de las más asombrosas maneras, y aunque no encuentran el modo de evitar que al pensar en alguien todavía exclamemos: “¡Estás tan cerca y a la vez tan lejos!”