A unas horas de otro 1ro. de enero con el pueblo en el poder, se confirma aquella predicción tempranera de Fidel. Después de la entrada triunfal a La Habana y del regocijo popular por aquellos barbudos que habían logrado lo imposible, sin tiempo siquiera para asimilar todo lo que a partir de ese día debería ser cambiado, el 8 de enero de 1959, en el Campamento Militar de Columbia, el Comandante en Jefe de la Revolución dijo:
“La alegría es inmensa. Y, sin embargo, queda mucho por hacer todavía. No nos engañamos creyendo que en lo adelante todo será fácil; quizás en lo adelante todo sea más difícil. Decir la verdad es el primer deber de todo revolucionario. Engañar al pueblo, despertarle engañosas ilusiones, siempre traería las peores consecuencias, y estimo que al pueblo hay que alertarlo contra el exceso de optimismo”.
Lo confirmó enseguida la enfermiza pretensión del enemigo de querer asfixiarnos a toda costa. Más de seis décadas de agresiones y campañas anticubanas, empero, han chocado siempre con la unidad, el patriotismo y la firmeza ideológica de este pueblo, acaso el mejor escudo, construido con metales esenciales en una aleación que no logran franquear los millones de dólares destinados a financiar el odio y las mentiras.
Solo en un contexto de economía de guerra, en el que —ya lo percibimos muy bien— se arrecia el cerco imperial y la crisis global se prolonga, puede entenderse que nos aguarde una etapa compleja, en la que la máxima dirección del país mantendrá inalterable, no obstante, el principio de no dejar a nadie desamparado, por muy difíciles que sean las circunstancias.
No podemos decir, ilusamente, “año nuevo, vida nueva”, esperando milagros. Ningún conjuro de finales de diciembre pondrá sobre la mesa la comida que no sembramos en la primavera, ni techará las promesas de viviendas hechas en febrero, ni cambiará la obstinada crueldad de la política estadounidense contra Cuba.
Esta Revolución es suficientemente adulta como para saber que ninguna prosperidad caerá como dádiva por su propio peso y que solo la suma de las voluntades la hará seguir avanzando. La idea de Fidel, expresada con valentía aquella noche del 8 de enero y repetida, tantos años después, en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, sigue teniendo total vigencia: los únicos que podrán deshacer la obra somos nosotros mismos.
Si nos dejamos vencer por el pesimismo, si le cedemos espacio al descreimiento y a la abulia, si no nos levantamos cada día queriendo hacer las cosas bien por nosotros y por los demás, si no trazamos una línea alcanzable como horizonte para andar sin pausas. Si dejamos de creer en que se puede, estaremos vencidos antes de intentarlo.
Y como los errores y desviaciones en lo interno tampoco deben minimizarse, habrá que concretar cuanto antes cada medida, subsanar cada falta, cambiar todo cuanto entorpece y demora los sueños de prosperidad y felicidad que merecemos, de modo que al valiente reconocimiento de los problemas subjetivos e insuficiencias propias le sucedan la audacia, el rigor, la conciencia y la exigencia en la conducción de la vida nacional.
El camino está expuesto sobre el tablero en el que nos jugamos la vida como nación y como estandarte prevalece una conclusión esencial: ninguna salida será posible haciendo dejación de la soberanía y las principales conquistas del Socialismo.
“Año nuevo, vida nueva”, decimos, sí, sin falsas ilusiones, los que no caemos en la desesperanza ni claudicamos, los que sabemos que trabajar duro y todos los días es la única vía posible. Contra esa convicción movilizadora, y en el año 66 de nuestra Revolución, se estrellarán odios, mentiras y millones. Vengan de donde vengan.