Caridad Pérez: “sin enseñar me quedo vacía”

caridadAmandaCaridad sólo se pone seria en fotos. Para todo lo demás es “de pan”Si lo entendemos como hacer un bien para tener buena conciencia, el nombre, a Caridad Pérez Torres se lo pusieron requetemal.

La conciencia de Caridad debe ser una nube blanquísima (y blandísima) como las canas que a sus 70 años no tiene intención alguna de tapar.

Pero su madre no pensaba en nada de eso, ni se imaginaba que le saliera maestra, cuando nació ella, “en el campo”, acota. De hecho, cuando a los 12 ya Caridad estaba irremediablemente decidida a ser maestra y llegó a la casa con el papeleo de la beca, le dijeron que no. “Imagínate, yo era huérfana de padre, me criaban mis abuelos y mi mamá, que aprendió a escribir su nombre con la Alfabetización. Ellos no querían que yo me becara. En aquellos momentos con las hembras eran así”.

Ella empieza hablando, en la biblioteca de la Escuela Especial Eduardo Agramonte Piña, adonde ha ido a parar en los últimos cuatro años de su larguísima carrera, y ya no tengo que hacerle una pregunta más.

Anda vestida de azul y con una pulcritud absoluta que no es fácil mantener siendo maestra de niños tan pequeños y en un centro con jardines enormes de la tierra rojiza de Ciro Redondo. Pero dicen que ese sentido de la decencia se le pega hasta a sus niños. Y lo creo.

“Yo he trabajado en todas las enseñanzas. Empecé a los 15 como voluntaria, porque hacían falta maestros populares. Cambié de escuela muchas veces, enseñé en primer grado, en segundo ciclo, Español Literatura en el preuniversitario, fui jefa de la carrera de Estudios Socioculturales en la Sede Universitaria; y antes trabajé, en los '70, en las aulas de resolución, donde se reunían los alumnos con dificultades para el aprendizaje, antes de que existiera la Enseñanza Especial”.

Todo eso es apenas un resumen, porque cada vez que se “acomodaba” con un grado o un grupo alguien le pedía que se fuera a ayudar a otro lugar. “Cuando me llaman a la dirección yo me erizo”, porque siempre es una petición importante.

No le han faltado, por supuesto, las de dirigir escuelas o ser metodóloga. Pero en 45 años de trabajo eso es lo único que Caridad no ha querido aceptar. Es más, sólo se despegó de las aulas cuando su mamá cayó enferma y a ella le llegó la jubilación. Volvió al poco tiempo, porque sin la escuela y sin su mamá estaba “vacía”.

Ese desandar de escuela en escuela hace difícil mantener la cronología de su historia. Por suerte, si esto fuera un currículum bastaría con mencionar que tiene dos carreras. Se graduó el 13 de junio de 1990 como Maestra Primaria y en septiembre ya estaba matriculando para Educación Especial. “'Tú estás loca', me decía la gente. ¿Seis años más?”.

Para otras cosas no hace falta saber dónde y cuándo. Como la vez que se quemó su casa, y ella, con dos hijos pequeños, tuvo que mudarse y cambiar de escuela, pero no dejó de trabajar. “Me regalaron unas mudas de ropa y yo las lavaba diario y las colgaba detrás del refrigerador”.

Eran días donde el pito del central, pasadas las 6:00 de la tarde, la sorprendía en la escuela. Y llegaba a la casa de noche para encontrar las libretas de sus hijos sobre la mesa esperando por su revisión de las tareas como un visto bueno para ir al otro día.

Hay algo que Caridad me recalca mientras los ojos se le mojan. Llega un punto en que la emoción ya no se evapora por sí sola y tiene que recurrir a una toallita blanquísima. “Todos los niños aprenden”. Nunca le han puesto en las manos uno que no lo haga. Y lo han hecho, a veces, con poca fe.

Así supe de Ariel, que ya es un hombre, pero le conoció en cuarto grado y no se conformó con ayudarlo a vencer conocimientos atrasados, también lo vistió, y hasta aprendió a pelar para pelarlo a él. Un día, de grande, quiso retribuir a su maestra con 20.00 pesos ganados en su bicitaxi, pero ella, en vez de aceptarlos, lloró.

De esos encuentros lea en Invasor.

Me cuenta de Joel. Que era violento con el resto de los niños de la escuela especial. A recaditos y pequeñas tareas se fue ganando ella su confianza. Joel un día borraba la pizarra y al otro limpiaba las mesas. Hasta que un día también le dio un abrazo.

Tiene un niño que no escribe, pero modela en plastilina con una destreza especial. Una niña que se aprende poesías. Y ella va de a poquitos. Los enseña a masticar correctamente. A anudarse los zapatos. A leer la letra Q. A caminar con la espalda recta. A dar los buenos días. A hacer cosas solos, a que padres y abuelos no brinden ayudas innecesarias.

En empeños así está la verdadera dulzura de la enseñanza. En que un par de maestras vistan un día a los niños y los lleven en tren a conocer el Zoológico. En la confianza con que una niña suelta el bastón y sale a correr la pista de la mano de sus maestros.

En la guagua amarilla con las ruedas enfangadas que trae los lunes a los internos de Cacahual, Las Marías, e Ilusión. En la madre que trae a la suya todos los días desde la Loma de la Carolina.

caridad maestraAmanda“Hoy estamos dando la Q”

En la satisfacción con que Caridad enseña los relojitos que le trajeron de regalo para enseñarle la hora a sus niños. En el pañito de la mesa del televisor, con el que todos tienen que limpiarse los zapatos después de Educación Física, y en el cepillito y la tijerita con que ella les mantiene limpias las uñas. En el orgullo con que Maikel abre la libreta para que se vea en la foto: “Yo también, maestra, yo también”.

Y en la resolución con que su maestra, orgullosísima de sus tres hijos, su esposo historiador y sus cuatro nietos, dice, no obstante: “esto es mi vida. Mientras tenga salud”.

Otras historias de la enseñanza especial que ha contado Invasor:

Historias por contar de una escuela especial en Ciego de Ávila
Secretos de una terapia en Ciego de Ávila. 
Una educación que desborda un amor especial.


Comentarios  
# Gretel Yraola Tellez 15-12-2021 14:38
Tremenda mujer, Mariana de estirpe. Felicidades por su trabajo.
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