Pudiéramos pensar que el “pegamento” que mantiene enrolada toda la tradición de Nochebuena y Navidad en Cuba, incluso en los momentos de carencias, es una religiosidad que vuelve sagrado el calendario, sostenida quizás en las creencias de los abuelos, en el nacimiento con nieve falsa de algodón bajo los arbolitos, o en los villancicos más añejos.
Bastaría mirar casa por casa en estas fechas para ver que en muchas reina una alegría “pagana” o, cuando menos, sincrética. Que, incluso, hay quien ni siquiera dice “Nochebuena”, “Navidad”, “Nochevieja”. Sino 24, 25, 31. Un número como pretexto para hacer fiesta que nos trae el mes entero con una pereza inusual, anticipando esa última semana de andar “por las nubes”.
Obviamos las tradiciones culinarias más ortodoxas para los festejos. Aquí no sabemos de roscones, pavo asado, manzanas y uvas. Se parecen a los cuentos de los abuelos, pero no “encajan” ahora por alguna razón.
Este 2021 puede que traiga una tradición “de carambola”, cuando no nos quede más remedio que asar pollo y no cerdo. Porque aquí, por más que las películas americanas y las manzanas nos quieran convencer de lo contrario, en Navidad queremos comer lo mismo que en fin de año. A Papá Noel tendríamos que ofrecerle congrí y no galleticas escondidas en medias.
La “parafernalia” navideña todavía no nos cala, por suerte. Puede ser que en un par de años también tengamos “Black Friday (Viernes negro)” para sacudir la industria de juguetes (si es que puede aguantarlo), y que las competiciones por el arbolito más grande y las luces más brillantes se vuelvan una inusitada demostración de poder adquisitivo. Habrá que ver entonces si seguiremos siendo más de Reyes Magos y de regalos en la cama.
Pero la mayoría pensaremos que eso que en las películas llaman el “espíritu navideño” es otra cosa. Que, por lo menos en este Caribe que ni en pleno diciembre nos ha dado oportunidad para sacar los abrigos, no se esconde en bolas brillantes ni en papel celofán.
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Tiene que haber algo más hondo y primitivo para explicarlo. Algo que sintió mi bisabuela, aun aquella vez en que encontró solo un dulce de cinco centavos bajo la cama. Algo que volviera un día feliz aquellas navidades sin regalos que tenían mi abuela y sus 18 hermanos. Un sentido para seguir celebrando en los tiempos de mi mamá, sin arbolitos ni manzanas. Para los niños de hoy, embelesados por las luces y al tanto de cómo se celebra en la cultura occidental. En las fotos que nos tomaremos, sonrientes, para el Facebook.
Quiero pensar que lo hay: la noche de anoche solo fue buena porque estuvimos todos. Noche de paz. Que la Navidad será una fiesta si abrimos una botella y echamos el primer chorrito “a los santos” (para confirmar el mestizaje). Si podemos brindar. Si tenemos salud para los tragos. Si se nos inunda el teléfono de buenos deseos.
Si nos sentamos a la mesa aunque el resto del año hayamos comido separados o frente al televisor. Si los niños siguen teniendo ilusión por escribir cartas. Si a la abuela le quedó rico el flan. Si mañana nos levantamos a limpiar los regueros entre todos, y a freír la yuca porque así sabe más rica. Si importan menos el regalo y más las manos que abrazan.
No queremos cordero, ni nacimiento de adorno, ni regalos bajo el árbol, ni gorros rojos, ni guirnaldas tras la puerta, ni postales con renos, ni disfraces de Santa Claus, ni roscón de reyes.
No tendremos turrón de almendras, ni vino espumoso, ni regalos envueltos, ni medias colgando de la chimenea (¿qué chimenea?). Realmente no importa. Todo eso es secundario. Queremos que nos dure la esperanza decembrina. Mirarnos, tras un año tan duro como este, con el deseo de que el 2022 nos despida como mismo nos va a encontrar.
Así, juntos.
La Navidad, y los Reyes Magos las conocí en España, y allí fue donde me convencí de que no tiene nada que ver conmigo, pues son puro y duro negocio.
Allí aún mantienen la tradición de juntarse la familia para cenar juntos, eso sí me gusta, aunque creo que para eso cualquier día es bueno.
Felicidades.
Brmh