Es poesía. Ya sabemos que después de las nubes están la troposfera, la estratosfera… y otras capas que habría que googlear porque casi nadie las sabe de memoria, pero la expresión siempre ha sido la metáfora perfecta de lo más alto. Son las nubes o, en su defecto, el cielo, la regla con la que miden el amor nuestros hijos pequeños: así graaaaande, mami, de la tierra al cielo. Y son los otros amores, embelesados, los que nos hacen andar por las nubes. Que la felicidad esté también por allá arriba es buen síntoma de año nuevo.
Podríamos entender esa dicha si entendemos primero que somos felices cuando nos rodeamos de gente feliz, que unas veces es la familia y otras los amigos; y que en el estado superior de embriaguez coinciden todos, confundiéndose amistades con hermanos y amores con suegras, así de mágico. La felicidad es tal que a última hora uno termina celebrando la celebración o haciendo una fiesta por gusto; que es el mejor de los motivos.
Como todo en esta vida no es perfecto debemos decir que por estos días, y por las nubes, debe andar el colesterol de la grasita que chupamos hasta de los dedos; la jaqueca de quien esperó el año en medio de una resaca o ni se acuerda. El dolor en los huesos y hasta en los callos de los bailadores presumidos que el año pasado decían que estaban “enteros” y hoy no pueden ni con su alma. Y con altísimos niveles, rayando la mesosfera, el resabio de quienes dejaron la casa impecable y ahora tienen que volver a empezar porque el familión ha crecido tanto que no quedó cosa en su lugar.
La termosfera vendría a ocuparla, quizás, el remordimiento de quienes se prometieron desde aquel lunes (y lunes tras lunes) que sí iban a empezar los ejercicios y se les fue el año quedando intactos de ganas y de peso; pero este año sí, tú verás. Llegan como aluviones los pendientes del arreglito de la cocina que volvió a darle la vuelta al calendario y primero no hubo cemento y luego no hicimos el tiempo. La tesis que de este año no puede pasar, de este no, caballero… cualquier promesa con fecha de vencimiento y vencida finalmente. Sopesan los impulsivos que antes se dijeron “esto es una vez al año” y tiraron pa’ alante y “la casa por la ventana” y una semana después sienten que se les fue la mano… y el dinero. Aunque muchos pueden ya recuperarse con cierta holgura, gracias a la noticia del año: el incremento que disparó el salario medio a 1 065.00 pesos. Que se haya multiplicado por tres el salario y en otros casos, más, fue la cuenta feliz de quienes vieron los cielos abiertos y se sintieron, luego, en las nubes.
Muy por encima de eso, elevado hasta la última de las capas de la atmósfera, quedan aún los recuerdos de 2019, esos momentos que nos hicieron saltar y sonreír o llorar y aprender. A la exosfera la alcanzan solo los sentimientos y ha sido declarada territorio libre de resentimientos, lugar de lo sublime. Ahí está la gente que se ama por encima de los mares y allende; las que dieron botella —y la han dado siempre— o hacen un favor solo para ser buenos; los que dijeron tú primero o tú también y viven con verbos inclusivos; los que dan las gracias y dan los besos; la gente que trabaja a deshora creyendo en la utilidad de su virtud; los que no se callaron y se lanzaron al ruedo de las ideas pretendiendo un país mejor…
Y lo bello, allá arriba, es Cuba, que podría iniciar 2020 con una nube de palabras donde la repetición de todos los días de 2019 nos dejaría, quizás, la SUPERVIVENCIA en mayúsculas, a pesar de no crecer la economía a ritmos vaticinados (o de no decrecer, lo cual es un mérito en medio de tanto boicot) y de navegar con giros, aunque se mantenga el rumbo. La felicidad está ahora mismo en esa frase de Díaz-Canel, “nos tiraron a matar y estamos vivos”. Obviamente, también festejamos porque el tiro les salió por la culata.