No imagino verme como aquellos mensajes adentro de botellas, a la deriva en cualquier mar. Llevo días intentando, mas el pavor que me provoca la inmensidad me impulsa a pensar en otras cosas.
Nunca aprendí a nadar, no por miedo al agua, porque, como siempre digo en broma, el agua la bebo con gusto y la uso en todo, sin fobia.
Desconozco qué me lo provoca, pues nunca me estuve ahogando ni nadie que conozca. No pienso que haya sido en otras vidas porque no creo en la reencarnación.
Lo cierto es que atravesar un puente, subir a una balsa, lanzarme de un trampolín, no estaban nunca en mis deseos, sí los de tener mis pies en la arena, mirar al infinito y respirar deseando que el murmullo y el olor que desprende sean sanadores.
No me imagino en un bote, una lancha, mucho menos en un crucero, aunque la fastuosidad, el lujo, el placer y el descanso me atraigan, como a casi todos.
¡Ah! Y ni qué decir a la deriva. Tocando puertas, que es igual que pidiendo puertos, con urgencia de que se abran unos brazos y me acojan, aunque ahora sea una metáfora, porque los abrazos vendrán después, todos juntos.
No imagino que alguien cierre sus oídos y sus ojos, que lluevan las justificaciones, que el tiempo corra o se detenga, que nadie muestre compasión. Y, de pronto, un faro; pequeño, generoso, seguro, sin pánico.
Cómo creer que un puerto se abrirá como una puerta hacia la cura, hacia el alivio. Que alguien me saque del mar inmenso que puede convertirse en cementerio, del hermoso barco, lujoso y animado, que por fatalidades de estos tiempos se tornó infierno.
Un faro sin miedo al qué dirán los poderosos, que casi siempre actúan mal por impotentes. Enseñando a aquellos que lo habitan (que todavía no entiendan) que hay que servir a tiempo y todo el tiempo. Sin miedo a tener menos y sin cansarse.
Cómo saltas, respiras profundo, te pellizcas para saber que no es un sueño. Cómo no acercarte a nadie, cómo no abrazar a quien te salvó. Llorar de miedo y alegría. Y de ahí a tu país.
Cómo no aplaudir a cualquier hora, gritar ¡bravo!, ¡hurra!, ¡viva!, dar las gracias. Cómo no entender que no puede existir nada mejor que dar y darse. Cómo cuestionar a quienes abren sus puertas, sus brazos y sus puertos; a quienes van a cualquier confín a ofrecerse, incluso, a quienes creen que tienen más.
Cómo no entenderlo todo, si es tan fácil. Basta con poder imaginarse a la deriva, en un barco que dejó de ser hermoso, y que como un fantasma anduvo enfermo, tocando corazones y puertas, cuando todo comenzaba a parecer noche.