Esperanza fina

Cuenta Anthony de Mello que una anciana acompañó a su esposo al leprosorio donde fue confinado, allí lejos, a las afueras de toda zona habitada; lo dejó y caminó a casa quemada por el dolor.

Antes de salir el sol, volvió, y él, sin suponer siquiera que lo haría, la esperaba detrás del portón que los separó por siempre y desde donde ella vio cada día cómo en aquel rostro cercenado por la lepra sus ojos brillaban de felicidad porque nunca dejó de sentirse acompañado y amado.

En esta anécdota pienso con frecuencia, porque, aunque suelo enternecerme con el amor de la rosa rosa y el cisne azul, como dijera la poetisa; con el del roce de dedos y mensajes dejados por todas partes; nada me hace creer más en su imponente presencia como el amor a prueba de todo.

Ese que no existe fuerza en el mundo que pueda hacerlo desaparer, y ni siquiera se deja languidecer, porque no cree en imposibles cuando de tocar un alma se trata, porque sanar es su meta, recomponer corazones lastimados, zurcir sonrisas donde solo se divisan muecas.

El amor que creció y no olvida el suspiro, el beso suave, el brillo de los ojos, pero aprendió en el camino a soportar la pena, la distancia, el desaliento; ese que no supone nada, no escatima, entrega todo, y vive con el ímpetu de un corazón dispuesto.

En los rincones de la vida

Más allá de las dudas, del miedo, de lo que supone el vivir cada segundo, despertar cada mañana, imaginar los días y las noches deseadas, diferentes quizás a las que podrán ser; y seguir construyendo madrugadas, despertares, puestas de sol y llegadas de lunas llenas, eclipses, lluvias de estrellas o explosiones de astros y planetas.

El que vive con la fina llovizna y el sol tibio, en la abonada tierra; y no lo matan la tormenta, la sequía, el frío que cala huesos, el huracán ni las plagas.

El que tiene paciencia e intenta, el que explota como fuegos artificiales y lo ilumina todo, pero igual calienta con la tenue brasa, alumbra con luces de luciérnagas, y enciende el universo con canciones y brazos. Con poemas.

Aquel que se reinventa y llega como canción antigua, que aparece en los ladrillos de un viejo muro y palpita en lechos o regazos. En estrofas en papel amarillo, en flores marchitadas.

Amor sin frenos, desnudo, al descubierto, el que pasó por tanto y sobrevivió a los siglos, el que no espera nada y lo da todo; y pasa callado y vive a la altura de un beso, al alcance de una mano. Ese que muere y resucita tan solo con avivar un recuerdo.

Amores que hacen nido


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