Cuentan que un agricultor cultivaba maíz de excelente calidad. Todos los años ganaba el premio al mejor maíz de la región. Un año, un periodista lo entrevistó y aprendió algo interesante sobre cómo lo lograba. El reportero descubrió que el agricultor compartía su semilla de maíz con sus vecinos.
¿Cómo puede permitirse compartir su mejor semilla con sus vecinos cuando compiten con el maíz cada año?, preguntó el reportero.
¿Por qué, señor? —dijo el granjero—, no sabe que el viento recoge el polen del maíz en maduración y lo hace girar de un campo a otro. Si mis vecinos cultivan maíz inferior, la polinización cruzada degradará constantemente la calidad de mi maíz. Si voy a cultivar un buen maíz, debo ayudar a mis vecinos a cultivarlo bueno también.
Cuando leí esta anécdota, que pudiera parecer un cuentecito insignificante, pensé en muchos hacedores del bien que andan por ahí convencidos de que para hacer de sus vidas un remanso, para que tenga sentido, deben ayudar a enriquecer la vida de los demás, porque el valor de las suyas lo miden por las vidas que tocan.
Gente que no piensa en sí sin antes analizar cómo aquello que harán, lo que consigan para sí, el bien que reciban, puede ayudar o perjudicar a los otros. Que se niegan a ir dejando tras de sus acciones un rastro de descontento; no quieren hacer del diseño de sus días un cúmulo de malestares para quienes tienen cerca. No ven en su trabajo un simple e infeliz medio de subsistencia, ven una mina siempre llena puesta al servicio de todos; y sacarán provecho, saldrán saciados.
Porque descubrieron tempranamente pasar por el mundo como una sinfonía y no como molesto ruido; esos que nunca dirán que lo de ellos es resolver sus problemas sin mirar para el lado, ni que la “cosa está muy mala y lo mío es lo primero”. Los que no caerán en “el que puede, puede”, el “sálvese quien pueda” o la ley de la selva.
Los que lo miran todo pensando en soluciones y no en problemas, los que no echan más leña en un fuego que crece, en cambio buscan cómo apaciguar las incontenibles llamas. Los que no conocen el odio ni temen a la furia de los odiadores; los que ofrendan todo y así van llenando sus vidas.
Gente que no son creados en probetas y que tampoco su diseño es perfecto, sin embargo, aprendieron a separar el grano de la paja, y van mirando dónde hacer el bien, en qué momento necesitan extender su mano, poner su hombro o su regazo.
Andan por ahí todavía a montones, es mentira eso de que hay que buscarlos con lupas, de que están perdidos, de que son uno en mil millones; están por ahí mezclados en las multitudes, y el que quiera encontrarlos que coja sus mejores semillas y salga a regalarlas para que las abejas del bien hagan la mejor polinización de la historia del mundo.