Si a Midey no lo hubiera traicionado su cerebro, nunca hubiera olvidado a mi prima María. El amor de ellos era de esos de para toda la vida; sellado y renovado, intacto; mejorado con el paso del tiempo.
Habían sido solo el uno para el otro, y aquello de que no habían existido otros hombres ni mujeres era hasta motivo de orgullo para ellos, muestra de que el juramento era cumplido, de que no habían descuidado un detalle y de que nada en el mundo podría separarlos. Pero algo muy extraño comenzó a lastimarlos y la lucha contra la desmemoria fue muy cruda.
Un día llegaron a mi casa en una de esas escapadas que hacen los Chinea-Martín en busca de sus tíos y primos, la alegría fue tremenda y enseguida mi madre a colar el café. Midey, tan hermoso todavía, él que siempre parecía un muchacho; mi prima lo trataba como a un niño y aquello me extrañó. Cuando llegó el café y María le recordó que solo podía tomar unos buchitos, puso cara de angustia, mas lo aceptó, ella, sosteniendo su taza, lo dejaba beber unos sorbos y le hablaba bajito, como consolándolo.
Uno de mis primos se percató de lo contrariada que yo estaba y me contó. Él padecía de alzheimer, ya el conteo regresivo era evidente, la angustia era parte de sus vidas.
Y no faltaron el cuidado y la caricia, la búsqueda constante en el fondo de la memoria. Las fotografías puestas ante sus ojos para que recordara; las historias contadas y vueltas a contar. Los nombres repetidos, como cuando se enseña a hablar a un niño. Ni el beso de antes de dormir ni la frase: “soy yo, tu amor”.
Pudo permitir que alguien la ayudara ante el creciente deterioro, pero no quería dejar a su amado en otras manos, no podía dejarlo ir al fondo del olvido; y las noches difíciles de desvelo y tristezas le valieron lo mismo que las noches felices y ardientes del amor temprano.
Tuvo tiempo para aprender a vivir su amor de un modo diferente, tuvo tiempo para cuidar de él de un modo que nunca había presentido. Tan distinto el amor hasta ese momento; tan fácil de corresponder, tan de los dos. Tan de la “rosa rosa y del cisne azul” como dijera la poetisa; tan fácil de despertar con cada roce.
“El corazón lo tiene bien”, repetía ella, “estoy en él como el primer día”. Y cada mirada cómplice, cada vez que lograba pronunciar su nombre, era un destello, una ilusión de que había regresado. Y comenzaba otra vez su viaje hacia el inicio. A los tiempos de noviazgo, de cuando nacieron sus hijos, las lomas, el río, el patio grande. Los días y las noches juntos, los pies tibios, el susto del amor cuando crecía sin detenerse.
Para cuando murió, no quedaba en su mente ni un atisbo del amor de los dos, pero en la de ella sí; no recordaba él quién era, mas ella sí sabía. Lo despidió con un dolor callado, tranquila, resignada; y el vacío ya no la atormentó, porque sabía que, si el cerebro no lo hubiera traicionado, su amado nunca se hubiera olvidado de ella.