La Reina de Ardelio en Ciego de Ávila

reina y ardelioPastor Yo sé que no son excepción. Pero a los ojos de la ciudad no muchas parejas de ancianos hubieran podido ser vistos como el matrimonio longevo más amoroso de Ciego de Ávila.

Y no es solo porque, después de 58 calendarios, dentro del ámbito familiar siguieran pareciendo un par de recién casados.

La silueta de ambos pasó a ser, con el tiempo, prácticamente uno de esos elementos que imprimen autenticidad humana y ambiental, más allá de la calle donde se nace o del barrio donde siempre se ha vivido.

Aunque desde hace casi un año el nasobuco se empeñó en ocultarles esa parte inferior del rostro, donde siempre condensaron alegría en forma de sonrisas, en todas partes la gente los siguió identificando.

Ella, como una mariposita, siempre posada en el brazo de él o con ambas manos entrelazadas, pasito a pasito. Él, apoyado en su bastón, como todo un caballero andante, gallardo y orgulloso de llevar al lado a la que siempre va a considerar la mujer más linda del mundo.

Así los vi repisar infinidad de veces el asfalto de Joaquín de Agüero, Narciso López, Independencia, Máximo Gómez y otras calles, en un cotidiano ejercicio mutuamente ventajoso para el alma y para las piernas.

No supe antes que al nacer les pusieron por nombres Ardelio y Reina. Tampoco lo pregunté. Me bastaba con ver la manito de ella saludarme, convertida en ala, y hacerlo él mediante la mirada firme, pero familiar.

Una tibia mañana, no pudiendo soportar la tentación, accioné el obturador de mi pequeña cámara y un rato después los puse a girar por todo el mundo, para que los degustaran en el universal idioma de la mirada.

“En la primera oportunidad iré a Photoservice para que me impriman la imagen, se la dedicaremos por detrás e iremos a entregárselas”, le comenté una noche a mi esposa.

Por esa mezcla de ocupaciones, preocupaciones y despreocupaciones en que la vida nos enreda, se me escurrieron las semanas sin concretar la idea.

La intención, sin embargo, vuelve a cobrar fuerza cuando veo pasar a otra pareja de apacibles ancianos, tomados del brazo. Un rato antes los había visto caminar en dirección contraria. Al ver que hacen un breve alto para saludar al colega Rigoberto Triana, me acerco y les comento cuanto me recuerdan al “par de viejitos” que un día fotografié y siguen dando vueltas por todo el ciberespacio.

El rostro de la anciana se ensombrece. Acaban de despedir para siempre a la Reina de Ardelio, a la mujer que en casi seis décadas no se apartó de él ni en sueños.

No puedo creerlo. ¡Qué va! Divino tesoro no es solo esa juventud que se va para no volver.

Han transcurrido algunos días y sigo sintiendo que algo le falta a este pedazo de calle, a este trozo de barrio, a la ciudad entera.

Tomada de mano adulta, una niña de ojos grandes y expresivos comienza a caminar medio torcida, intentado mirar al anciano que, pegado a la acera opuesta, se aleja con lento paso, apoyado en su inseparable bastoncito. Es Ardelio.

Enrumbo hacia él y, buscando el modo menos duro y más familiar de hacerlo, me conduelo. Sus ojos me lo agradecen en nombre de todo lo que lleva dentro del cuerpo.

Al inquieto anciano no lo rinde ni doblega el dolor, aun cuando debe estar extrañando, minuto a minuto, la manito de su Reina afincada en el mismo antebrazo del que un día echó a andar, para siempre, nerviosa entonces, cubierta en blanco velo nupcial.

En el Patio de Artex, el Hotel Rueda y otros espacios públicos sentirán un vacío quienes durante años disfrutaron verlos llegar, sonreír, bailar pegaditos, sin bastón, en el inmenso cuadrante que ocupa una simple losa de piso, convertidos los dos en un solo ser, en centro y en dueños del espectáculo, del entorno, del momento y hasta del silencio que solían romper con su llegada.

Por eso y por mucho más me niego a verlo solo. Sabemos que su Reina continúa marcando pasos a su lado, muy dentro de él. Habría que estar completamente ciego para no verlo.


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