Crónica fugaz de un área roja

Al Hospital Provincial Roberto Rodríguez, de Morón, van todos los casos de pacientes avileños de COVID-19 que tengan síntomas o comorbilidades que pongan en peligro su vida. Por un rato, Invasor intentó captar lo que viven ellos y el personal que los cuida, tras las puertas de la zona roja.

Sentada en el despacho de la dirección, una se repite que no tiene nervios y que la zona roja no impone tanto. Pero quizás los nervios sean el nudo que se siente en las tripas y la preocupación por saber cómo contar una historia que ya se ha contado tantas veces.

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El tiempo no alcanza para darle vueltas a la cabeza, porque ante el cristal que separa las áreas en el segundo piso del Hospital Provincial Roberto Rodríguez, de Morón, ya están indicando que traigan ropa para una persona, y se disculpan por no poder acompañarte. Segundos después se abre la puerta incrustada en la división improvisada a mitad de pasillo. Una frase sobre el sacrificio, sin autor ni comillas, cuelga de ella.

Te ayudan a vestirte y te entregan un nasobuco y un par de gafas recién salidas del estuche. Un almacén de ropa limpia es la primera habitación que ves.

“Yo me llamo Yaumara Labarca Herrera, y estoy al frente del personal de enfermería del hospital de COVID-19”. “Y yo soy el doctor Julio César López Ray, y soy supervisor de la zona roja de aquí del hospital. Tanto de médicos como de enfermeros”. Una vez presentados, empieza el recorrido.

Empezamos por la sala de sospechosos, al final de un largo pasillo que todo el mundo recorre apurado, menos nosotros.

Está casi vacía y eso a ellos les da mucha paz. Julio César aclara que hay dos entradas para los pacientes: por el elevador para los que vienen en camillas, y la escalera para los que pueden valerse por sí mismos.

Cerca de allí está la sala de niños, donde solo hay seis. Sospechoso, uno solo. Y la UCI pediátrica está vacía. “Gracias a Dios”, acota Yaumara, que no parece ser una mujer devota, pero la ausencia de graves le sabe a bendición.

De vuelta por el largo pasillo entramos a la sala de geriatría, en la que Reinier Rosendo Rivero interrumpe el papeleo de la mañana para contar que es residente de tercer año de la especialidad de Medicina Interna, y que no solo le tocan los recorridos por la sala, sino que debe ir paciente por paciente para verificar su evolución.

Las antiguas salas de Medicina de Mujeres y Neurocirugía son las que albergan a los adultos positivos. Allí el primer cubículo está ocupado por Orlando Varela y su esposa. “Yo soy médico”, aclara él antes de decir que desde por la mañana “están fajados con nosotros, poniéndonos los medicamentos”. Cuando les hablo de inquietudes o miedos, los dos responden por su nieta. Que estuvo allí con ellos, “en el mismo cubículo, para que nos diéramos apoyo”. Es una constante que los pacientes se preocupen más por sus familias que por su propia enfermedad.

Así lo dice el doctor Julio César. Entre sus prioridades está que “sus médicos” usen todos los medios de protección, para que puedan examinar bien de cerca a los pacientes, y que ellos no sientan que les tienen miedo.

Lo segundo, es lidiar con los estados depresivos de muchos. “Aquí tenemos una paciente que tiene a su niña ingresada en otra sala y a su mamá en un centro de aislamiento. Ella siente que ha dejado sola a su mamá y que no tiene quien se ocupe de su niña”. Es muy difícil, recalca.

Zona Roja

Al lado, tres muchachos jóvenes comparten cubículo. El menor tiene solo 18 años. Dicen que el día es largo y “si no fuera por el teléfono...”.

La joven doctora Elizabeth Ortiz Palmero es la responsable de pediatría en el hospital. “Hasta ahora tenemos seis niños positivos y uno sospechoso, pero por suerte están estables”, cuenta. Algo parecido dice la enfermera Gladys García sobre su sala. “Siete pacientes con una evolución favorable”. En general, el hospital de COVID-19 está casi vacío, "señal de que pasamos la marea”, dice el doctor Julio César. Pero no es del todo así. Si bien son pocos los pacientes que llegan allí por una comorbilidad peligrosa, en el hospital montado al cruzar la calle, en la facultad de Ciencias Médicas, casi no hay camas vacías.

De camino a la antigua sala de Neurocirugía, un muchacho limpia los cristales como si en ello le fuera la vida. Le hago una foto y enseguida se vira para posar con el pulgar hacia arriba, para que lo vea su mamá en el periódico. Se llama Peter y tiene solo 21 años.

Zona Roja

• La historia de otro joven moronense en zona roja, contada por Invasor 

De él habla Yaumara cuando apago la grabadora y doy por terminada la entrevista. “Hay muchos jóvenes en el personal de apoyo, que tienen empuje. Eso hace falta, porque esto aquí es duro”. Y en su cara, tan serena hasta el momento, aparecen dos ojos chiquiticos y rojos. Hablamos ya al lado de la frontera con el área verde. Me ayudan a desinfectarme y quitarme los medios de protección. Solo alcanzo a dar las gracias. Y la puerta se cierra detrás de mí.

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