Ya sé que estos no son tiempos de andarse enamorando, pero lo estaba desde antes y, a contracorriente de un mundo entristecido por falta de abrazos, estoy siendo feliz en una cuarentena que ha venido a intensificarlo todo. Lo presagié hace nueve años mientras la licencia de maternidad impuso quedarse en casa y me disipaba a la menor inspiración: lo simpático me hacía reír exageradamente, lo triste se me hacía mar en los ojos, lo bello me hacía tórtola…y así andaba. Parecía una mujer desnuda, sin piel. Era hermosa aquella transparencia.
Entonces creí que los recogimientos siempre tendrían esa magia, que quedarse en casa mucho tiempo provocaba esas cosas; que pasaría lo mismo si vamos corriendo por la vida y nos detenemos (a pensar), si nos fijamos tanto en nosotros como en los otros, si amamos las pequeñeces con igual insistencia que la grandeza, si convertimos el miedo de estar muertos en la belleza de estar vivos…
La introspección, definitivamente, suele devolvernos esas certezas en medio de un mundo que había perdido la perspectiva, ponderando bolsas de valores que hasta hace un mes eran las ruedas que movían nuestra humanidad.
Bajaba, subía, se respaldaba el oro, se disparaba el crudo, se imponía el mercado… El hombre parecía ser la última de las noticias, y cuando lo era, lo era “por defecto”, representando, más o menos, lo mismo; el corredor de bolsa, el futbolista, la modelo, el político… Estábamos tan deshumanizados que la representación de la gente casi nunca era la gente en sí misma.
Aunque ahora tampoco lo conseguimos del todo. Hablamos de cifras de muertos o de confirmados de la COVID-19 como si enumeráramos listas del ranking mundial o un top de máximos goleadores en la historia. Seguimos sin cuantificar, siquiera, el hambre que “felizmente” no está en el aire y no se nos pega ni con el estornudo de un continente entero y, por tanto, no constituye una amenaza, a menos que queramos curarla y quitarnos un poco de la que ya tenemos, lo cual deja, para muchos, el asunto más zanjado que el cambio climático. Andamos restándole importancia al aislamiento, creyendo que lo pasajero será lo demás y no nosotros, una especie más frágil que las cucarachas, como ya se ha demostrado. Terrible.
No obstante, muchos sí hemos tasado los otros valores —previo, incluso, a este “reposo viral”— y podemos adivinarlos hoy en la cotidianidad de un encierro que apenas nos permite descubrir un micro-mundo, al que yo le he declarado mi amor, rendida desde mi balcón. Desde ahí mis vecinos del tercero, unos viejitos jubilados y muy viejitos, me cuentan que “ nos traen comida de hotel” y comen mejor ahora que antes. La del segundo ya está feliz después de enclaustrarse al venir de Houston, y nos saluda de pasada por la escalera. A la del frente, en mi piso, solo he podido decirle adiós una vez, de tanto que trabaja. La pediatra de los bajos vocea para saber algo nuevo, cuando es ella quien tiene montado “el puesto de mando” del edificio. Los niños del quinto han sacado a volar una jaba de nailon atada, al estilo del mejor papalote recadero. Así decía la cartica incautada que llegó a mi cuarto piso:“ Cuando nos dejen bajar, te tengo que decir una cosa importante.” (Sin comentarios).
Y dentro de casa hemos inventado hasta canales para que la jicotea sea rápida al deslizarse al agua, mientras que el nuevo periquito no ha salido volando por falta de alas, pero es maravilloso hacérselas crecer comiendo de nuestras manos. En las noches, lo de siempre, salimos al balcón, a la misma hora y declaramos nuestro amor. Ya estamos aprendiendo a chiflar para que se oiga más alto.