Los que invitan al cambio radical lo hacen desde una posición farisea, como si la gran mayoría de los países en desarrollo del mundo no vivieran situaciones de carencia
Parece que fue ayer cuando leí aquel libro de cuentos del escritor cubano Manuel Cofiño. No creo necesario explicar la temática que en él se trata si antes les digo su nombre: Tiempos de cambio. Es verdad que salió a la luz en una época de románticos, esa que algunos califican como la mejor del siglo XX. Y hasta yo lo creo.
Eran años en que mi avidez por la lectura llegó a ser casi enfermiza, pero ese libro me incentivó a comprender mejor aquel presente e, incluso, a desentrañar los propios misterios de la vida.
El tiempo me enseñó luego que lo del título era más bien una verdad de Perogrullo, pues todos los tiempos están llamados a ser de cambio. Soy un convencido de que es necesario hacer realidad la conjugación de ese verbo en nuestras vidas. No es aconsejable permanecer estáticos, pero advierto un detalle: no nos llamemos a engaño, hay que saber cambiar.
Lo digo porque no son pocos los que ahora invocan un tiempo de cambio para Cuba, aunque, de hecho, nuestro país y sus estructuras económicas, en las últimas dos décadas, evidencian transformaciones en disímiles esferas.
Los que invitan al cambio radical lo hacen desde una posición farisea, como si la gran mayoría de los países en desarrollo del mundo no vivieran situaciones de carencia. Para esa proposición de girar hacia el capitalismo, no tienen en cuenta ni los propios informes de la Organización de Naciones Unidas (ONU) que este año dio a conocer, por ejemplo, los diez países más pobres de Europa.
Tan pronto ustedes lean sus nombres tendrán la misma suspicacia que tuvo este periodista en su lectura: Moldavia, Kosovo, Ucrania, Albania, Bosnia y Herzegovina, Macedonia del Norte, Biolorrusia, Serbia, Montenegro y Bulgaria. ¿Observaron que la mayoría de estos países formaban parte de la antigua Unión Soviética?
Es como si un Dios dijera, “hágase el Capitalismo y ya todo estará resuelto”. Esos invocadores parecen creer que la pobreza no es una amenaza constante —y es otro ejemplo— y fuera irreal la cifra de “1100 millones personas que viven en una situación de pobreza multidimensional aguda en 110 países del mundo. África subsahariana es hogar de la mayor parte de ellas, con 534 millones, y el sur de Asia alberga a otros 389 millones. Así, cinco de cada seis personas pobres habitan en esas dos regiones”.
Unos 250 millones de habitantes sufren de este mal solo en Latinoamérica, de los cuales 60 millones están en pobreza extrema y el número viene en continuo aumento desde el año 2017, como también confirma la ONU.
Cambiemos, sí. Mejoremos nuestros procederes en producir, estimulemos mejor el trabajo, extraigamos más riquezas de nuestros campos, critiquemos todo lo que concierne a las malas decisiones, pero seamos objetivos: no habrá varitas mágicas para convertir pronto nuestros deseos en realidades.
Desde tiempos inmemoriales, en cada período de elecciones presidenciales en este continente, los aspirantes al “trono” prometen y prometen, pero el hambre, los deficientes sistemas de salud, la desnutrición de niños, la casi nula educación y el analfabetismo se mantienen en este hemisferio como si fuera una condena que se debe cumplir.
Como escuché decir a uno de los tantos economistas que pululan todos los días en nuestras calles, esos que ahora mismo al sacar sus cuentas no le dan para vencer el quehacer cotidiano de sus familias: “yo quiero el cambio, pero no el suicidio”.