Toca a los jóvenes sumar todas las voces posibles, y refundar, en verdadera sinfonía de gargantas y anhelos, la esperanza
Que un periodista joven escriba sobre los desafíos que enfrenta la juventud cubana parecería lo más normal del mundo, sobre todo, porque los problemas, las preocupaciones y los anhelos de esta nueva generación pertenecen también, por elemental lógica, a quien redacta. ¡Pero qué difícil hablar del futuro (y del presente) en estos días!
Es complicado y no solo por el calor insoportable de agosto, que quita las ganas de todo. Lo es, fundamentalmente, porque ya se ha dicho tanto sobre el tema que casi cualquier idea implica repetir lo que otros expresaron antes. Sin embargo, bien vale el esfuerzo si estas líneas sirven para mantener visible y en la agenda pública un asunto en el que nos jugamos el futuro.
El primer desafío para los jóvenes cubanos, el más complicado, son las consecuencias de la emigración; espectro que vuela indetenible entre dos orillas —la de los que se fueron y la de quienes se quedaron—, separadas por las aguas del mar y también por diferentes maneras de ver y comprender el mundo. Esta punzante sangría que quita al país muchos de sus hijos más talentosos, tendrá que detenerse algún día, o al menos reducir su saldo negativo, aunque esto será imposible mientras la mayoría de los jóvenes no vean como realizables en la Isla que los vio nacer sus proyectos de vida, su crecimiento profesional, y sus expectativas de felicidad y bienestar.
Sin embargo, aunque resulta inaplazable garantizar que las jóvenes generaciones deseen quedarse en el país y aportar a su desarrollo, la realidad indica que se necesita muchísimo más para desbrozar los caminos de la nación. Ya no puede hablarse del porvenir de la patria (ni de la sobrevivencia del proyecto socialista) sin tener en cuenta el número cada vez mayor de emigrados que mantienen vínculos con su país de origen, su familia y sus amigos, y que también desean aportar al futuro de esta Isla. Por eso, urge diseñar políticas que acerquen la emigración cubana a la vida cotidiana del país, sumarla al proyecto de la Revolución o, por lo menos, lograr que tenga acá un espacio de diálogo permanente.
Parece teque, pero no lo es. La historia nos demuestra cuán difícil resulta levantar puentes y escuchar al que tiene un criterio distinto; sin embargo, es hora de que nos miremos por dentro, nos autocritiquemos y revisemos nuestros errores como individuos y como colectivo humano. De Fidel aprendimos a no temer a las contradicciones y al disenso, y sumar a la obra común de la Revolución a todos aquellos que no sean irremediablemente reaccionarios. Hoy toca a los jóvenes cubanos, únicos herederos de esta gran casa, tomar en cuenta todas las voces posibles, y refundar, en verdadera sinfonía de gargantas y anhelos, la esperanza cercenada por tantos años de crisis económica, agresiones externas y burocratismos nuestros.
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El otro gran desafío que se cierne sobre la juventud cubana es el de lograr mayores cuotas de participación política en los asuntos de la vida cotidiana de la sociedad, pues no se asume como propio aquello en lo que no se tiene suficiente capacidad de decisión. A seis décadas de distancia, los jóvenes de hoy tenemos el imperativo de robustecer la Revolución cubana; pasar a la historia con la cruz de haber dejado morir el mayor proyecto de emancipación continental de nuestra época no es una opción.
Toca a la juventud ser enemiga irreconciliable de los fundamentalismos, de la mentira, de la doble moral, de la corrupción, de las injusticias, de la insensibilidad, del odio y de la mala entraña de aquellos que, al decir de Eduardo Galeano, para cada solución tienen un problema. Le corresponde, en definitiva, protagonizar los cambios que necesita la patria y garantizar para nuestra gente las mayores cuotas posibles de justicia social y dignidad. Debemos mantener vivo a Fidel en estos tiempos difíciles y convertirlo, junto a Martí, en brújula y camino, fuerza y asidero del andar diario.
Concierne a los jóvenes repensar con creatividad y valentía los derroteros de un proyecto de país que, además de socialista, antiimperialista y martiano, se parezca a su gente y asuma como propias las banderas del antirracismo, el feminismo, la diversidad sexual, la protección del medio ambiente, la autogestión obrera y la educación popular. En definitiva, toca a los jóvenes “defender la alegría como una trinchera” y contagiar a las próximas generaciones de la capacidad de abrazar utopías y hacerlas realidad.