¿Antesala del olvido?

Decía Mario Benedetti en su novela La Tregua: “Después de tanta espera, esto es el ocio. ¿Qué haré con él?”

Contaba un colega, en forma jocosa, que la única diferencia entre estar jubilado o muerto es que el primero conserva el carné de identidad. Y argumentaba su teoría con ejemplos de cómo una vez apartado del puesto de trabajo, donde cosechó relaciones y amistades durante años, el retirado pasa a un estado de soledad, cada vez es menos sólido el vínculo con antiguos compañeros y pocos lo tienen en cuenta para una consulta o actividad.

Es cierto que romper la rutina de años y cambiar de rol puede originar en algunas personas la pérdida de intereses y ausencia de objetivos. Sobre todo, en aquellos que han tenido una vida laboral activa la falta de actividad y de un proyecto de vida, puede conducir al aislamiento y a la sensación de no pertenencia.

Estas consecuencias, más comunes de lo que muchos piensan, se han dado en llamar por los psicólogos el síndrome del jubilado y traen aparejados síntomas como insomnio, hipertensión, ansiedad y depresión. El cambio brusco que sufren en su vida cotidiana los que se retiran y el cambio de hábitos que conlleva, tiene trascendencia también para la familia, con una connotación diferente en cada una.

Mientras en unos casos se presiona al adulto para que se acoja a esta prerrogativa apenas cumplida la edad requerida, con el propósito de que “descanse”, aun sin tener en cuenta su parecer, en otros, esperan la oportunidad para que el jubilado se convierta en cuidador o en el mensajero del hogar.

En un país con una alta tasa de envejecimiento, combinada con una esperanza de vida superior a los 75 años, es común encontrar a los ancianos en las colas de las farmacias, los mercados o panaderías y a la puerta de las escuelas, a la espera de la entrada o salida de los nietos. Ante el temor de este futuro, muchos alargan el momento de concluir sus vínculos laborales o, meses después de hacerlo, vuelven a reinsertarse en otros centros.

No puede negarse tampoco el componente económico que trae consigo esta etapa de la vida, donde la disminución de los ingresos, incrementos de gastos por medicamentos y pérdida de relaciones sociales, hacen más dura la cotidianidad de los que viven solos o no disponen del apoyo de otros familiares.

En su novela La Tregua, el escritor uruguayo Mario Benedetti narra la vida de un hombre viudo cercano a jubilarse, quien, en un momento de la trama, se plantea: “Desde mañana y hasta el día de mi muerte, el tiempo estará a mis órdenes. Después de tanta espera, esto es el ocio. ¿Qué haré con él?”.

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Son frecuentes en Internet los consejos para asumir la jubilación como una etapa feliz de la vida, donde haya tiempo suficiente para la satisfacción personal, la realización de proyectos y el disfrute de la longevidad.

Pero como la realidad siempre es más rica que cualquier plan, en la práctica encontramos diversas maneras de enfrentar esta etapa insoslayable de la vida, en correspondencia con las capacidades físicas, intelectuales y hasta costumbres o psicología de cada quien.

Algunos países desarrollados buscan fórmulas para aprovechar la experiencia y formación de los trabajadores de avanzada edad con la creación de comités de expertos que funcionan como asesores en hospitales u otras entidades especializadas. Pero Cuba, cada vez más carente de fuerza de trabajo por multiplicidad de factores —baja tasa de natalidad, emigración, envejecimiento poblacional—, tiene mucho por hacer para emplear mejor ese talento y experiencia en diversos campos.

Quienes recesan su vida laboral no solo dejan tras de sí años de vida, sino que son los artífices de lo que heredamos. Ellos son historia viva y la sociedad tiene una deuda de gratitud con cada uno, que no debe obviar, a riesgo de padecer el olvido en carne propia.


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