Quizás solo el espectro de Doña Ángela, sentado en su palco preferido, mire al proscenio vacío y oscuro de su más grande obra como benefactora. Cerrado a cal y canto, como si una peste impidiera atravesar su umbral, el Teatro Principal duerme el sueño opresivo de ciertas batallas perdidas contra la herrumbrosa y pesada mano del tiempo. Su cartelera reducida a un espacio en blanco es el anticipo de la nada.
Afuera la vida ha seguido más o menos igual, y no porque las grandes puertas acristaladas todavía muestren un cartel pintado a mano, exigiendo código de vestimenta y alertando sobre la invalidez del ticket después de iniciada la función, resulta menos dolorosa la imagen. Parece, el cartel de grandes letras rojas y amarillas, no obstante, un recordatorio, la premonición de que los días de risa y llanto, de música para el alma, volverán.
Tendrán que volver, más temprano que tarde, para empezar a destejer la frugalidad de los sábados en la noche, ese manto anodino y con exceso de alcohol y beats que no ofrece alternativas. Y con él que vuelvan o se renueven los conciertos, las tertulias, las temporadas de teatro y la vida cultural de la comarca, con todo su esplendor. Y que ese brillo, obstinado, necesario, ¡urgente!, recorra los trillos y los caminos, ida y regreso, en carteleras variopintas y rozagantes.
Cierto es que programación no es un concepto que pueda circunscribirse a los entretelones de las salas y la luz tenue llamando al silencio que precede a la maravilla. Programación no es una gira a destiempo, fruto de la obligatoriedad o la providencia. Programación no es una esquina reverberante con música grabada, de más o menos popularidad. Programación tampoco son esas “golondrinas” del verano llegando a los barrios donde sobran los “gorriones”. Tendríamos que echarlo todo en el mismo catauro, jerarquizar, organizar y todavía no sería suficiente.
Así como hay una cultura de sonidos exactos y pinceladas costosas, hay una cultura que se construye y programa echando mano de lo más próximo, lo posible, y es tan válida como cualquier otra, o es la misma, para no caer en clasificaciones. No hablamos de restar, sino de sumar.
Y cierto es, también, que sin recursos materiales no puede hacerse mucho, porque la voluntad no alcanza para todo, por más que se apele a su casi sobrenatural condición de fuerza motriz. En todo caso, decide la gente.
No tendríamos que buscar demasiado para hallar ejemplos de todo lo aquí apuntado: artistas y programadores que no mueven un dedo si no están las condiciones creadas, y artistas y programadores que mueven todos los dedos para crear las mínimas condiciones. Ellos, los del segundo grupo, si falla la electricidad alumbran con celulares y si falta el equipo de amplificación suben dos tonos a sus cuerdas vocales.
Encontrarán en estas páginas a un caballero de sencilla armadura y nombre poderoso que puede dar fe de lo que se programa y se cumple, lo mismo en La Serrana que en El Embarcadero. Porque la Cultura no tiene entrecalles, no vive en un solo lugar.
Y descubrirán aquella vez en que al Trío Matamoros le negaron su presentación por ser mestizos como el alma de este país, entonces secuestrado por los de piel blanca y corazón oscuro, y se fueron con su música a otra parte, es decir, al corazón de su público más sincero.
Que sea esta la conjura desde el diálogo franco y diáfano por abrir todas las puertas cerradas, desempolvar todos los palcos y descorrer todos los telones. Que sea el anhelo escrito sobre piedra de cultivar las esencias, ponderando lo autóctono y asimilando lo mejor que el mundo nos ofrece.