Don Ernesto era conocido en su barrio como “El Callado”, porque desde que falleció su esposa, cinco años antes, no había vuelto a pronunciar palabras. Nadie sabía si era por el dolor, por trauma o, porque, simplemente, no encontraba una razón para volver a hablar. Dicen que pasaba los días cuidando las plantas que ella amaba, limpiando el portarretrato que quedó en su mesita y caminando por el parque donde solían pasear y tomar café juntos. Un día, mientras lo atravesaba, sumergido en sus recuerdos, vio a una niña sola, llorando, con sus rodillas lastimadas, clamando por su madre. Entonces, Ernesto se acercó y, sin pensarlo, sin recordar cómo, con un esfuerzo inmenso, tembloroso, le dijo: “No temas, no estás sola. Estoy aquí”. La niña lo abrazó con fuerza, en cambio él seguía temblando. Fueron solo siete palabras, pero suficientes para romper cinco años de silencio. Ese día, poco a poco, con miedo, el viejo volvió a hablar. Desde entonces cada día hace el mismo recorrido, atento, alerta, dispuesto, por si alguien más lo pudiera estar necesitando.
Esta historia, tan simple en su grandeza, nos recuerda que no siempre tenemos que ser salvados, porque a veces solo necesitamos salvar a alguien para recordar que aún estamos vivos. En el diario bregar, en medio de circunstancias que no necesariamente tienen que ser extremas ni traumáticas; en momentos de constantes luchas existenciales, ante fuertes sinsabores y quebrantos, quitar la mirada de sobre nosotros mismos, descubrir que alguien nos está necesitando, pudiera ser el inicio de nuestra propia sanación, el momento exacto en que al acoger el dolor ajeno, superamos nuestro propio dolor, en que para salvar a alguien nos alcanza el impulso de nuestro espíritu para romper con lo que nos mantenía detenidos, penando, sumergidos en un aletargado viaje sin sentido por nuestra efímera existencia. Y puede parecer complejo y hasta serlo.
Pero también es elevado y sublime. Porque no se trata solo de que no somos salvados por alguien, contenidos; si no que comenzamos nuestro propio camino de regreso a la calma, a la construcción de nuestra felicidad, cuando, paradójicamente, nos atrevemos a ser el consuelo para alguien, su sostén, lo más cercano a la paz para el otro, su compañía, y así, mientras calmamos su pena, sus traumas, mientras le recordamos que todo va a estar bien, nos lo vamos insuflando a nosotros mismos, nuestra mente se acomoda mientras pensamos que solo batallamos por el otro, nuestro espíritu cobra nuevas fuerzas, nuestra alma se ensancha, sin ser ni siquiera conscientes de que salvando a alguien nos estamos salvando.
Al desconsolado y callado protagonista de esta conmovedora historia, le bastó sentirse necesario para que sus palabras volvieran a fluir, bastó que unas simples frases sirvieran de consuelo a alguien para que se rompiera un largo silencio. Solo tuvo que sentir que tenía que socorrer a la desprotegida niña, para que su vida cobrara sentido. Y muchas veces, más de las que pensamos, es precisamente eso lo que le da valor al sentido de nuestra existencia, y sin darnos cuenta, sin recordar cómo pudimos, con miedo y temblorosos, salvando al otro, nos estamos salvando