La sutil línea

Cuentan que, durante una corrida cargada de tensión, el torero colombiano Álvaro Múnera hizo lo impensable. Que mientras el público esperaba, con el aliento contenido, el golpe final, él se detuvo, se alejó del toro y fue a sentarse al borde de la arena. Entonces un silencio pesado cayó entre los espectadores.

Más tarde contó el momento que le cambió la vida: “Ya no veía el peligro de los cuernos. Solo miraba sus ojos. No estaban llenos de rabia, sino de inocencia. No estaba atacando, estaba suplicando por su vida. No era una lucha, era crueldad”.

Múnera dejó caer la espada, abandonó para siempre la tauromaquia y comenzó una nueva batalla: la lucha contra toda forma de maltrato animal. De torero a activista, su historia es un poderoso testimonio de lo transformadora que puede ser la compasión. A veces basta una mirada, un solo instante para cambiarlo todo. Ese en el que se atraviesa la suave línea que nos aleja del mal y nos sumerge en el siempre dulce camino del bien.

Todo tipo de maltrato nos aleja de la siempre exaltada condición humana. Si el hecho de ser criaturas que piensan, y pueden alimentar y engrandecer sus sentimientos gracias a esa condición reservada para nuestra especie, no nos distingue, no nos hace mejores, no nos eleva por encima de todos los males, estaríamos siempre perpetuando todos los daños que el hombre ha ocasionado a la Tierra, a cuanta especie la habita y a nuestra especie misma.

De un espectáculo donde un humano maltrata hasta la muerte a un pobre animal, a una bestia, donde el público ruge enardecido para ver cómo acribillan y ultiman a ese animal con el que necesariamente debíamos convivir en armonía, nadie sale ileso. Nadie es justo en un lugar así, todos son cómplices del maltrato y la deshumanización.

No es mentira que quienes maltratan constantemente a los animales, quienes se deshacen de ellos de la manera más cruel, quienes no los aprecian como parte del lugar que habitamos, tienen una gran predisposición para maltratar a sus semejantes, a la violencia dentro de sus hogares y su ámbito social.

Todavía existen y existirán personas criticando el ímpetu de otros que dedican su tiempo y esfuerzo al activismo en favor de los animales, y dejan hasta su aliento en esta lucha para que cualquier animal que esté cerca tenga oportunidad de estar mejor, ser amparado, protegido de la desidia, el abandono y el desprecio; ellos no saben que cada especie de las que habitan en nuestro planeta es un complemento en la vida de las otras; y que los humanos, tan frágiles, pese a tanta sabiduría conquistada, dependen, en gran medida, de todo lo que les rodea y que tantas veces solo quieren masacrar hasta el exterminio.

No pocas personas creen que no debe gastarse energía para cuidar y salvar a los animales, para respetarlos y amarlos, porque todo esfuerzo humano debe ser guiado en el cuidado y rescate de los humanos mismos. ¡Cuánta ignorancia los hace pensar y sentir de esa manera! Nuestra especie es sumamente extendida y dotada para protegerse y servirse los unos a los otros, y además convivir en armonía, desvelarse y tener grandes movimientos del alma en favor de los animales.

Muchas veces pienso en qué sucede en la mente cuando veo, con horror y pena, que alguien bueno comete un acto bárbaro; qué sucedió que lo hizo cruzar la línea que separa esos sentimientos antagónicos tan recurrentes en nuestras vidas y contra los que luchamos tanto para elevar el bien y minimizar los males.

También pienso con regocijo que esa suave línea se atraviesa a la inversa, que no existe un ser que esté sumergido en las catastróficas espirales de violencia y odio que no pueda un día, en un instante fugaz, en una minúscula fracción de tiempo que puede parecer un siglo, retomar el control de su mente y su espíritu, dejar morir ese lado instintivo y salvaje, y retomar así el camino de regreso hacia lo bueno y lo justo, cruzar la línea sutil que nos sumerja en la piedad, en la misericordia hacia los otros, en el amor más puro.


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