Justo cuando aquellos zapatos comenzaron a parecer hechos para sus pies, empezaron a decirle que por qué se ponía ese calzado. No estaban rotos ni despintados y ni siquiera tenían tiempo como para establecerles que eran adultos mayores, en caso de que los zapatos se dividieran también en grupos etarios.
Pero ponérselos era más incómodo para ella que cuando no los había domado; pasar cada día por aquel “jurado” que se creía con derecho a juzgarla le era tan molesto ya, que llegó hasta a pensar en llevarlos en el bolso y ponérselos cuando saliera de casa en lugar de aquellos que sus hijos pensaban que eran los adecuados para que luciera bien.
Y resulta que estar glamorosa era directamente proporcional a estar con los pies aprisionados y a tener hasta el impulso de regresar descalza como si se le hubiera roto el encanto en medio de la calle y antes de la hora señalada.
Pero quién convence a alguien de que cuando se está a gusto no te preocupa si los otros te ven bien o no, de que cuando se camina como si flotaras no te miras para los pies, o de que vivir de apariencias no se hizo para ti.
Porque el tiempo pasa, porque al transcurrir la vida algunos aprenden a separar el grano de la paja, a prestar atención a lo que verdaderamente lo amerita, y a poner el bienestar y su idea de la comodidad por encima de lo que los demás han establecido.
Porque ya no es bueno caminar con zapatos incómodos, pues sería añadirle cargas innecesarias al día a día; maltratar tu cuerpo, que realmente lo que necesita es ser mimado y complacido; porque llega el momento en que no encajar en moldes y cánones es el mejor regalo que puedas ofrecerte; y la mejor lección para quienes esperan de ti aquello que suponen es lo bueno.
¿Quién puede caminar con tus zapatos amoldados por ti y decir que pueden existir otros mejores? ¿Quién, con solo mirar, puede mandarte a desechar una comodidad que solo tú has logrado con los pasos de cada día?
Pero así vivimos. Y nos sucede más de lo que creemos y merecemos. Tratando de encajar aquí y allá, de amoldarnos por los otros, como si fuéramos los propios zapatos; luciendo de un modo que ni siquiera nos interesa.
Así vivimos todavía a pesar de intentar que no nos encasillen, aun cuando decimos que no “vivimos con la gente”, que nadie nos va a imponer una moda porque les parezca el último grito.
Así maltratamos nuestro cuerpo, atiborramos nuestra mente, y, cediendo una y otra vez, negamos aquello en lo que creemos, lo que nos hace feliz, con lo que pudiéramos enseñar a otros que todavía no entienden o no han experimentado la sensación que provoca desechar los zapatos cuando tú lo decidas.
No sé por qué, no logro descifrarlo, pero siempre hay alguien que acecha; incluso entre los que más te conocen, listo para hacerte caer en la cuenta, para tornar tu vista a algo que de verdad no te interesa.
Por eso, quizás, cuando a ella comenzaron a preguntarle que por qué se ponía esos zapatos viejos, cuando vio que estar glamorosa y presumida iba en contra de su ideal de la comodidad y el bienestar, aunque deseaba responder otra cosa, solo lanzó una mirada penetrante y tranquilamente dijo: ¡Porque yo lo deseo!
En la vida solo hay dos caminos, o eres feliz, o no lo eres. ¿Es tan difícil decidir?