Nada me conmueve más en la ficción que aquellas historias donde algunos hermanos toman bandos diferentes. Unos, persiguiendo, incluso, el mismo fin, han tomado el camino de la justicia, mientras otros el de la venganza. Unos el bando del bien, otros el rumbo contrario.
Y pasan los años y se repiten las escenas en que los padres sufren, los otros hermanos extrañan y temen, el hogar no es el mismo. Me consuelo recordándome, a cada instante, que no es verdad lo que veo o leo, que se trata de una historia imaginada, que no la estoy viviendo. Sin embargo, ya sabemos que la ficción es apenas un esbozo de la realidad, que estas cosas sí suceden en la “vida real”.
No busco a mi alrededor relatos de hermanos que dejan de amarse lo suficiente como para no cuidarse y acompañarse; no busco en ningún sitio, pero siempre sé que existen, los veo y los padezco.
Son los hermanos una relación para toda la vida, no hay amor como ese. Cuando los padres se van, un hermano o hermana puede ser puerto seguro, apoyo y compañía. Crecí escuchando frases como estas y viven en mí como verdades infalibles, como sentencias y mandamientos.
Triste es cuando no se visitan los hermanos, aun viviendo cerca, y los hijos de unos, más que sobrinos, no se ven como sus hijos propios. Se sufre cuando es uno solo el que debe ocuparse de los padres ancianos y el resto se desentiende o no aparece lo suficiente, como si fuera un favor hacerlo, como si no estuvieran conectados por la misma sangre.
Lamentable que el amor no les alcance, que por circunstancias de sus vidas alguien llegue a exclamar que ama a determinado amigo más que a sus propios hermanos, por aquel axioma de “los hermanos te tocan sin escogerlos y los amigos los escoge el corazón”.
Triste cuando alguien separa a los hermanos, y ya desde niños están condenados a no tenerse, a no pronunciar la hermosa palabra, a no saber qué hace el otro, si es feliz o desgraciado, si es cuidado y amado, si su vida es de luz o de sombra.
Si no pueden reencontrarse nunca, rodear a sus padres, recordar las escenas felices de la infancia, los juegos, los regaños; la vez que subieron al árbol, se bañaron en el río, el camino juntos a la escuela, a casa de los abuelos; los libros compartidos.
Feliz es abrazar al hermano a cualquier edad, recordar juntos a los padres si no están, tomar al sobrino en su regazo; poner la cabeza en su hombro, sonreír o llorar juntos.
Me conmueven las historias de hermanos que andan en bandos diferentes, porque ese amor puede ser como ninguno, porque puede burlar el tiempo y las distancias, sin languidecer, oscurecerse; sin soltar la mano del otro, sin rendirse ante nada; eterno, infinito y para siempre. Y perdonen la redundancia, pero qué si no es un hermano, sino una parte de uno mismo, redundante, parecido, igual y diferente.