Extender la vida

Cuando mi padre enfermó y todo era sombra, una idea me rondó sin cesar: le ofrecería una parte de mí para poder seguir disfrutando de su generosa presencia, para que él siguiera gozando de la vida, a la que se abrazó siempre con fuerza y por la que batalló sin descanso.

Todavía me pregunto cómo sería si él hubiera recibido uno de mis órganos, si hubiera podido habitar adentro de ese ser que también me ofreció la oportunidad de vivir y que merecía seguir con nosotros.

Hace unos días rememoré aquel anhelo que no fue posible. La red social Facebook me trajo una historia que me emocionó de manera profunda: un joven le donó uno de sus riñones a su amado padre y, juntos, caminaban recuperados y felices tomados de la mano, listos para enfrentar la nueva vida que les esperaba.

Para muchos, la decisión del hijo era hermosa, pero pensaban que era egoísta la actitud del padre al aceptar el ofrecimiento del muchacho. Eran diversos los puntos de vista, como diversos somos; todos signados por temores infundados de que la vida del hijo sufriera daños, de que quizás no llegara a ser anciano, ni pudiera tener hijos, familia; ideas, egocéntricas también, de que el padre había vivido lo suficiente y esa opción era muy extrema.

Ninguno de esos comentarios se apoyaba en la realidad que estos mostraban, porque el procedimiento fue exitoso y seguro; saludables y plenos estaban los dos; el padre, joven aún, no había vivido lo suficiente, al menos así el hijo lo sintió, de ahí que ofreciera una parte suya para alargar su existencia.

Nadie allí contó una historia de vida semejante, nadie narró que, ante la inminente partida de un padre o madre, le donó uno de sus órganos y, que después, sus días fueron de puro quebranto; nadie dijo que había sufrido media vida porque no pudo hacer lo mismo por un ser amado con las entrañas, que es como decir entrañablemente.

Todos solo se apoyaban en suposiciones y dejaban claro que jamás un hijo podía sacrificarse de ese modo por quienes lo trajeron al mundo. Este pensamiento me provocó gran pesar, por equivocado y narcisista. No obstante, sé que no es fortuito que esto suceda, lamentablemente ocurre todo el tiempo, porque cada vez crece más el número de hijos incapaces de hacer sacrificios incluso menores por sus progenitores.

A este sentir de muchos hijos, se une la proliferación de una tendencia en que padres, jóvenes aún, manifiestan, comparten y multiplican mensajes que han aparecido en muchos medios alternativos, de que liberan a sus hijos de la responsabilidad de acompañarlos y cuidarlos cuando ya la juventud y la salud los abandone; de que les “regalan alas para que vuelen lejos de ellos” y de las amarguras que para ellos supone la vejez.

Esos mensajes con los que se pretende romantizar el abandono y el egoísmo, se distancian mucho de lo que nosotros vimos hacer e hicimos con abuelos y tíos, con vecinos muy queridos, con cualquier anciano que, cerca de nosotros, padeciera.

Sin demeritar la cultura occidental, existen lugares del mundo donde los padres resultan sagrados, donde los ancianos toman dimensiones inimaginables; y se les protege, porque su acervo es de un valor impagable. Hay regiones donde jamás se supedita la existencia de los padres a la propia, donde las familias se extienden y conviven en perfecta armonía sin que alguien tenga que obligarlos a proteger y proveer a un mayor.

Si un hijo, ante el dolor de perder a sus padres, ofrece un órgano por seguir junto a ellos, lo más loable es que sus progenitores lo acepten, y esto no supone egoísmo alguno, es solo la comprensión de que merece recibirlo.

Posiblemente esto no lo entienda quien ni viviendo cerca visite a sus padres, los acompañe, quien no los ayude a sustentarse porque ponga su propio bienestar por encima de todo y prefiera muchísimas cosas banales más que acariciar los muchos años ganados.

Todavía imagino cómo hubiera sido mi vida si con parte de mí se hubiese alargado la existencia de mi papá; cómo nos habríamos cuidado ambos, si vivir sin él, desde tan tempranamente, no fuera una realidad. Por eso me encontré, de alguna manera, en aquella historia apasionante, donde un joven hijo, ante la inminente partida de su padre, tuvo un acto de amor extremo y válido, que, en vez de mover al egoísmo, debía ser una invitación a mirarnos para descubrir en qué estamos fallando, y por qué muchos no son capaces de hacer ni el más elemental de los sacrificios por sus viejos.


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