Estaba allí

Más de un año ha pasado desde el día que aquel ómnibus perdió su rumbo y fue noticia aquí en Ciego de Ávila. Fue dolor, preocupación, desvelo. No era de aquí, iba de paso. Era de Sancti Espíritus, pero cuál puede ser la diferencia. Uno piensa en los suyos, en el peligro que existe en cualquier parte, en que todos los que iban en la guagua son seres entrañables de otros que reciben la noticia con horror. Y uno se conduele.

Ese día mi amigo, el periodista Ortelio González Martínez, llegó hasta el Hospital Provincial a reportar los hechos, y se quedó atrapado de una imagen, de una mano extendida que lo estremeció y lo llevó a escribir lo que hoy les ofrezco.

Ha pasado un año desde que esa crónica encantó a muchos en las redes sociales en Internet, y todavía puede encantar a quien se asome a esta página; porque cuando las personas se ofrecen a socorrer a alguien aunque no lo conozca, cuando otro es capaz de divisar el bien y lo narra, lo muestra a todos como el hecho magnífico que es; el suceso no muere, porque la idea del bien siempre trasciende, se impone. Y en los tiempos difíciles que corren, en estos días angustiosos en que muchos se ofrecen a los otros; es bueno invitarlos a saber del hombre del pulóver rojo, que sin pensar en nada, hace ahora más de un año, estaba allí.

La niña y el hombre del pulóver rojo

Lo vi allí, preocupado, con su mano derecha extendida hacia el cielo y la mirada puesta en el pasillo. Aguantaba el suero. Por momentos, cuando iba a salir le pedía a una señora que le ayudara para darse un saltico hasta el Cuerpo de Guardia del Hospital Antonio Luaces Iraola, la tarde-noche fatídica del 11 de agosto pasado, cuando el ómnibus resbaló y fue a parar a la cuneta, con los seis neumáticos mirando al cielo y 44 personas atrapadas en su vientre.

"El chofer no venía a exceso de velocidad, ni había ingerido bebidas alcohólicas. Solo se tomó un refresco cuando llegó al hotel, porque tenía mucho calor", le escuché decir a un niño en conversación con su mamá. Y los niños no mienten.

Pasaba el tiempo y el hombre allí, con el suero, y hablaba con la niña. Y la niña lo miraba asustada. Atrás había quedado el viaje inconcluso, la tragedia que pudo ser mayor. "Algo existe. Mire, periodista, cómo quedó la guagua. Pudimos morir todos. Todavía hay un hombre atrapado bajo los hierros, venía en uno de los asientos del medio. Yo lo recuerdo", decía una mujer cuando vio el flash en medio de la noche, que comenzaba a caer sobre la carretera central, justo en el kilómetro 454, cercano al poblado de Jicotea, en el municipio de Ciego de Ávila.

—Quiero hacer pipi, dijo la niña.

Y el hombre: "Traigan la "cuña" para que la niña haga pipi".

Y la niña: "No, no, yo quiero que sea mi mamá o mi papá". Y el hombre se despojó del pulóver rojo, improvisó una especie de parabán que impedía la mirada ajena y pidió a la señora que se ocupara de la niña.

—¿Usted es el padre?

—No. Yo no la conozco. Venía de Majagua y vi el accidente. Estaba tinta en sangre. Sin perder tiempo la monté en el auto y la traje al hospital. Yo no la conozco, pero se ha portado bien.

Y a uno, que tiene más de un hijo, le revolotean millones de ideas, de palabras que dicen las abuelas, las madres, los padres, las tías: "que si los hijos deben salir solo con los padres y no con otras personas, "que el mejor familiar es la madre", "que si los tíos se despreocupan en la playa", "que si el padre cuando toma ni de su hijo se acuerda". En fin, mezcla de conjeturas y realidades. Depende del lado en que se mire.

Y al rato, un alma con blusa negra, traspasaba, sin frenos, el umbral, quizás pensando en el infierno, y allí estaba la niña, con su manita asida al hombre del pulóver rojo.


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