Aquel perrito llegó a la casa como algunos otros, atraídos por los nuestros que ladraban y corrían todo el tiempo en el inmenso patio. Era lindo y estaba gordo, su pelo brillaba. Una mancha blanca en el hocico nos dictó el nombre que después le pusimos.
Así se quedó con nosotros, como uno más de la manada (si es que ocho perros juguetones dan para conformar una). Nunca hubo celos de los otros cuando lo preferíamos, son así los animales. Era fuerte, cuando venía corriendo y nos chocaba sentíamos el golpe; tan alegre siempre, nos encaprichamos en que Manchita sonreía todo el tiempo y sus ojos brillaban.
El misterio de quién sería su dueño comenzó a olvidarse y todas las hipótesis que tejieron nuestros padres parecían erradas. Hasta aquella tarde.
Era casi de noche, sentimos un chiflido largo y un ¡Negriiiii! La carrera de nuestro Manchita fue muy elocuente; salimos tras él y la escena nos paralizó. El hombre bajó del carretón como un bólido y levantó al perrito en el aire; su risa se escuchaba en todo el barrio, y los ladridos del animal, que no había olvidado su nombre ni aquel chiflido pese a tantos meses de amor entre niñas y perros, en un patio grande, un jardín, una casa de madera fresca, y un nombre lindo como la mancha en su pequeña cara.
Salimos hasta el carretón, el muchacho nos contó que una tarde se le quedó extraviado cuando pasó de regreso, que no era su camino habitual y no pudo determinar en qué lugar lo había perdido, lo miraba y nos decía qué gordito estaba, qué lindo; que lo habíamos cuidado bien. Miramos a papi suplicantes, queríamos al perro; él tuvo un impulso por pedir que se lo dejara a las muchachitas. Nos dijo después que no tuvo valor, no podía hacerle eso a ninguno de los dos. SOlo pudimos cargarlo y besarlo, verlo brincar un poco más con los otros perros y vocearle: ¡Adiós, Manchita, adiós!
La escena de mi infancia vuelve cada vez que veo que alguien ha extraviado a su mascota, y dedica días y noches para tratar de encontrarla. Vuelve la escena y me conduelo por los dos; porque cuando rememoro aquella tarde solo pienso en que no sabría decir si Manchita era el dueño de aquel hombre o era al revés.
Hace más de un año que mi amiga Leidy perdió a su Luna y cada nota de su dolor me ha lastimado, pero a la vez me hace creer que quizás un día la encuentre.
No es tan fácil superar la pérdida de un animal, y ni los rigores del día a día, los otros quebrantos, ni siquiera las alegrías hacen que se olvide, como algunos piensan. Se pierde un animal como se pierde un ser amado, y puede llegar una Sofía, como en el caso de mi amiga, pero el espacio del animal perdido sigue esperando por él.
Los humanos tardamos a veces en entender cosas tan simples y raigales a la vez; quizás por eso encuentran un animal y, aunque vean el anuncio, la súplica y el dolor, no lo devuelven, o no corren la voz de que está con ellos, esperando.
Aquel perrito llegó a mi casa, quizás como Luna llegó a otra, extraviada, atraída por otros perros; por eso pienso que tal vez un día cualquiera, por azar, por pura obra del destino, mi amiga Leidy desde muy adentro lance un ¡Lunaaaa! y ella corra despavorida porque no haya olvidado su nombre ni la voz que todavía la busca.