En las festividades por el fin de año fuimos invitados a un sitio donde, por dos días, los niños serían agasajados. Allí, más allá de la belleza en cada detalle, de las exquisiteces que eran ofrecidas, de la armonía entre los mayores y la disposición de convertir cada instante en un verdadero momento de goce y plenitud para los pequeños, quedé fascinada por el respeto que a ellos se les otorgó.
Y no es porque no lo haya vivido en otros lugares, o porque fuera la primera vez que veía cómo se trata asertivamente con grupos de niños, ni porque pueda afirmar que el irrespeto por ellos es total y generalizado.
Sin embargo, muchas veces, más de las que merecemos, nos vemos obligados a asistir a muestras de desdén hacia los niños, en cualquier parte, a la vista de todos, en ocasiones, ante la presencia de padres y abuelos, de hermanos, tíos, o cualquiera que en ese momento acompañe al menor.
No es fortuito ver cómo alguien, en plena calle, ofrece un pescozón a un chiquillo porque pasa voceando, porque patea insistentemente una pelota en la acera, o porque obstruye el paso de quienes van tan apurados que no reparan en mirar que ese espacio es para ellos también.
Un momento de total alegría, de ese bullicio y algarabía que solo se encuentra en los niños, puede ser interrumpido por la voz imponente de alguien que asegura que romperá la pelota si cae en su patio, si lo roza al pasar, si siguen escandalizando, porque no se cansan de jugar, de corretear y de irse de un lado a otro.
En un parque, una parada, un espacio público cualquiera, podemos ver cómo algún desconocido arremete contra el berrinche de un niño que está cansado de esperar, con sueño, sed, calor, “porque antes los ‘vejigos’ no eran tan malcriados, tan ‘perretosos’, ni avergonzaban a los mayores”.
Tal desenfado puede pasar inadvertido hasta para quienes cuidan al menor, y, lo que es peor, encontrar aprobación en los que allí están, sin darse cuenta de que, de miles de maneras, ellos han mostrado todo tipo de frustraciones, han contado todas sus dolencias, quebrantos, se han quejado a voz en cuello de lo difícil que resulta cualquier gestión, de lo caro del transporte y hasta de sus despensas vacías.
Sin embargo, no creen que los niños puedan sentirse cansados y agobiados; por la pésima costumbre de creer que ellos no pasan trabajo alguno, porque su vida es solo juegos y despreocupación.
En aquel sitio del que hablo, donde había un aproximado de 200 niños, nadie gritó ni se impuso, nadie trató a un niño como a un juguete, ni esperó de uno de ellos más de lo que, por su edad, podría ofrecer. No eran tratados con ñoñería malsana, ni vistos como pequeños muñecos (por más hermosos que todos eran). No los llamaban príncipes ni princesas. No les dejaron sentir que algo allí les era vedado, o que eran incapaces de mover una silla, organizar ellos mismos un juego, o sugerir qué los divertiría más.
Sin contar el hecho de que no estuvieron expuestos a música para mayores; al lenguaje, a veces, demasiado pícaro y hasta de doble sentido de algunos payasos o animadores; y, mucho menos, a regaños o correctivos innecesarios.
Los niños, por su fuerza arrolladora, por su espíritu verdaderamente incansable, por su visión del mundo (esa que los mayores vemos muy alejada en nuestra propia existencia), pueden llegar a ser enloquecedores, porque sus demandas de cuidados y afecto, en medio de tanto apuro y lo trepidante de los días, sitúan en el límite las posibilidades de cualquiera.
Mas nada justifica que alguien, festinadamente, aun sin tener lazos filiales ni afectivos con ellos, pueda tratarlos con irrespeto, prepotencia, y ser, con ellos, todo lo maleducados que reclaman que no sean.
Cerca de mi entorno un niño puede sentirse tan seguro como en su propia casa; en mi barrio, en mi calle del frente, en mi patio, los niños son como los míos propios; disfrutan del juego, de los juguetes de mis niños, de las frutas de mis árboles, del agua que no dejan de pedir y hasta de lo que mis hijos comen, “porque a los amigos se les ofrece lo que tenemos”.
Más allá de las leyes constitutivas que dictan lo que la infancia merece y estamos obligados a ofrecerle, más allá de lo que significa en nuestra Cuba la vida de un pequeño, las leyes del corazón de cualquiera deberían, por necesidad, guiarle hacia el amor más puro por ellos, ese que incluye respetarlos, saber que tienen su vida propia, sus necesidades y anhelos (no siempre satisfechos); que pueden estar a salvo de la maldad del mundo si los miramos como queremos que los nuestros sean mirados, si no pretendemos que crezcan antes de tiempo, que se les desvanezca esa candidez y gracia que, quizás, jamás lleguen a recuperar; y si dejamos de pensar, reproducir y hasta legitimar que “antes los chiquillos eran mejores”, si no era solo por obra y gracia de que “los niños hablan cuando las gallinas mean o la rana críe pelo” o porque decirles “mira, muchacho, coge ‘puripallá’” estaba a la orden del día.