Mi madre no podía ofrecerme nada más hermoso que ella misma… Pero si me la hubiera dicho, era su verdad tan maravillosa, que no la hubiera creído
¿De dónde vienen los niños?, ¿quién los trae a este mundo?, ¿vienen las cigüeñas desde París?, preguntaba la niña Dulce María, después de estar horas en el jardín. Era la mayor de cuatro hermanos y quería saber cómo habían llegado a aquella casona del Vedado de principios del siglo XX.
Y como todas las madres de entonces, la suya, tan gustosa de la Literatura y las bellas artes, antes que explicar el proceso humano, biológico y natural de la maternidad, prefería contar leyendas, escoger ciudades distantes y exóticas, inventar alumbramientos imposibles, casi divinos.
Escribió la joven Dulce María que las elaboradas respuestas calmaban momentáneamente la insaciable curiosidad, pero luego la dejaban sumida en una suerte de tristeza, una vaga decepción. Acaso no merecía ella nacer del cáliz de la más bella flor, o salir volando de una nube, como un pájaro. Nunca lo supo.
Entendió, en cambio, la esencia de la vida. Su madre construía verdades posibles sobre la verdad definitiva: la maternidad no es un proceso idílico. Así como regala alegrías inmensas puede doler en similar medida. Viene de la sangre, pero no solo de ella. Transforma y deconstruye, encierra y libera.
Poema CXXIII (Dulce María Loynaz)
Como todos los niños, cuando yo lo era, solía preguntar a mi madre de dónde me habían traído…
Y como todas las madres, fabricaba la mía para contestarme, una tierra de leyenda o escogía entre los países del mundo, el que le parecía más hermoso.
Pero, no sé por qué, recuerdo que, a pesar de su buena voluntad, una vaga decepción seguía siempre a la respuesta; creía yo a mi madre; pero, una vez satisfechas mis turbadoras curiosidades, me quedaba por mucho tiempo triste.
¿Qué era lo que mi pequeño corazón soñaba entonces? ¿De qué flor hubiera querido brotar, de qué nube salir volando como un pájaro?
No lo sé todavía, y ahora pienso que sólo la verdad era digna de mi sueño.
Mi madre no podía ofrecerme nada más hermoso que ella misma… Pero si me la hubiera dicho, era su verdad tan maravillosa, que no la hubiera creído.
Tu vientre es una lucha de raíces
Madre, madre, tú me besas, pero yo te beso más
No resbales de mi brazo: ¡duérmete apegado a mí!
Pero tú, madre mía, tú me hiciste el regalo de tu suave dolor
Si te atolondraras, el firmamento roto en lanzas de mármol, se echaría sobre nosotros
Enseñarás a volar..., pero no volarán tu vuelo
¡Las manos de mi madre saben borrar tristezas!
Madre del alma. Madre querida
Se ha parido ella misma sintiéndose –a ratos– incapaz de soportar tanto amor sobre los hombros