Entre el antes y el ahora, además del tiempo y la historia, están las diferentes formas de hacer, pensar y decir. Cambios a los que tampoco han escapado las más antiguas tradiciones, que hoy son suplantadas por modos más modernos de “hacer fiesta”, que justo al finalizar el año encuentran los más insólitos modos de expresión.
Quemar un muñecón construido a retazos, lanzar un cubo de agua a la calle, correr arrastrando una maleta, lanzar fuegos artificiales, confeccionar una lista de malos recuerdos y quemarlos, enterrar otra con los deseos para lograr su multiplicación, reunirse toda la familia, o incluso, experimentar con las opciones de la ciudad resulta de lo más común. Sin embargo, quienes ya peinan canas hablan de otras formas más simples de celebrar.
Lo que hoy se planifica en solo unos días, antes significaba muchos meses de anticipación. Primero se elegía una fruta para elaborar el vino casero que permanecía añejado en grandes garrafones hasta el último día del año, y luego se buscaba, según permitía el bolsillo, la tela idónea para que una “modista” trazara un diseño, que se guardaba para el último día de diciembre, a riesgo de que el modelo o los colores perdieran su viveza original.
En los campos, otras pizcas de folclor sazonaban el ambiente porque el nuevo año se esperaba con un “velorio”, y que nadie piense que hablamos aquí de la muerte de alguien, sino de un baile o parranda al que acudían casi todos los vecinos del pueblito o del batey.
La improvisación, las notas de alguna guitarra y los “tradicionales juegos de velorio” (la gallinita ciega, el anillito, los juegos de mesa) eran los que dictaban las reglas de la noche, que encontraba colofón en el chocolate con leche, las galletas o las “timbas” de dulce guayaba con queso, “manjares” disfrutados durante la víspera en plena comunión. Sin olvidar que las muchachas y muchachos aprovechaban la complicidad de esta fiesta para encontrar novio o novia.
Aunque las comparaciones casi nunca se merecen, el “antes” de la noche vieja carecía de ostentaciones o de grandes sumas de dinero para lograr lo fundamental: un momentico de sana alegría donde las familias ponían en recuento los momentos vividos y auguraban las posibles metas a cumplir en la próxima etapa.
A pesar del misticismo y las distancias temporales, lo que no ha variado es la autenticidad del momento, esa que el cubano matiza en cada hogar con pinceladas surrealistas para garantizar un pernil asado o una botella de buen vino sobre la mesa, y los buenos deseos que llegan a través de internet entre las familias separadas por un inmenso océano.
Tampoco hay fórmulas o conjuros para los próximos 365 días. El éxito dependerá de nosotros mismos y de cuánto seamos capaces de hacer para lograr las metas; por eso, que sea este 31 de diciembre el tiempo de parar a repensarnos el futuro, a ver con optimismo hasta el más gris pronóstico económico, a proponernos compromisos más ambiciosos y a asumir la felicidad, no como el fin, sino como un trayecto que también contempla altibajos.