Abrazada por cuatro hijos y sus nietos, ella lloraba frente a la pantalla que le devolvió a su hija lejana. Todos hacían lo imposible para mantenerla feliz, y las bromas llovían.
¿Qué harán en la casa el domingo? ¿Dónde van a esconder los regalos?, recuerden que mami los encuentra hasta cuando los ponen en el congelador, ella es candela. Decía la hija intentando parecer luminosa. ¡Ya sabemos dónde los vamos a esconder, esta vez sí no los encuentra, hasta que no enseñe bandera blanca!, respondían los hijos que la rodeaban también fingiendo una felicidad completa.
La madre estaba dividida, abrazada por sus amados, mas, anhelaba la presencia de quien la miraba desde la fría pantalla, extrañaba su abrazo y sus cálidos besos, su compañía y las horas de conversación que las remontaban a una vida llena de juegos y de felicidad. Este Día de las Madres volverá a estar signado por la ausencia de uno de los pollitos de mamá gallina.
Así, con la felicidad de tener cerca a unos hijos y la pena por tener a otros ausentes, transcurren los días de muchas madres nuestras, así esperan las festividades por la llegada de ese domingo que embellece a mayo y en el que no debía haber lágrimas en los ojos ni dolor en el corazón de las madres.
Hermosa y elevada la maternidad, si la miramos solo desde la idea romántica que nos remite a mirar únicamente sus mieles; dura, difícil misión si la vemos en toda su magnitud, si miramos cada ápice de ese entramado hermoso e intimidante a la vez.
Ser madres es una actitud ante la vida misma, una construcción que va más allá de la posibilidad única de engendrar y multiplicar la especie, otorgada a las mujeres; ser madres se aprende y se edifica en el difícil arte de avanzar y retroceder, hacer y deshacer, salir ilesas y equivocarse, que es la maternidad en sí.
En medio de realidades que se imponen tantas veces como insuperables, andan las madres desafiantes siempre. Capaces de todo aun cuando se repiten muchas veces: ¡Ya no puedo más! Andan con sonrisas verdaderas, que preceden tantas veces a las lágrimas que llegan antes de que termine un día que las deje exhaustas. Enseñan la vida con un brillo que muchas veces ya no le encuentran, pero que saben que está allí, muestran a los hijos todos los colores del mundo, aunque algunos ya se les haya decolorado en su paleta por las muchas jornadas de zozobras y penas.
Andan mirando la belleza que habita en cada rincón, desentrañando los misterios de la búsqueda perenne de la felicidad, esa que quieren dar en herencia a los seres salidos de su vientre o a los que, sin ser engendrados, los hicieron suyos por la fuerza misma del amor más puro.
Alcanzar el bien para entregarlo como en una carrera de relevo le resulta siempre fascinante a las madres, ellas que parecen una especie rara, resistente, imponente en medio de nuestra especie que lo ha enfrentado todo, ellas se erigen como entes superiores que no dirán ¡no! hasta el último suspiro, y no lo harán por convencionalismos, ni porque primero madre que nada más; no lo dirán porque si el mundo empeora, si la vida se pone patas arriba, si la suerte mengua o la felicidad pende de un hilo, ellas llegan a remendar, a zurcir, a darle un nuevo brillo a lo deshecho y a reconstruir lo perdido.
Las madres llegan primero a la salida del sol, porque son luz misma, porque tienen el sol en el medio del alma, porque brillan allí hasta donde la oscuridad se impone, donde las cosas andan mal, donde el desaliento impera y amenaza en que todo sucumba; porque restaurar le viene en el ADN y las levanta por encima del mal y las eleva, porque los hijos están allí, esperando para pagar con sus abrazos tanto bien que no tiene precio.
Por eso, cuando el hijo se aleja, cuando la vida los separa, cuando vuelan con sus propias alas lejos, tan lejos, que solo los devuelve la frialdad de una pantalla, por la que tantas veces se quisiera atravesar para sentir un abrazo verdadero, un beso cálido, las almas de las madres empiezan a sentir la ausencia, esa especie de abandono que no puede explicarse con palabras, ese anhelo que quema como el fuego, elemento mismo del que parece que están hechas las madres, porque lo encienden y lo iluminan todo cuando abren sus ojos al día aún en medio de la oscuridad de sus propias almas quebradas, llenas de dolor y penas